Revista Diario

Por decir poesía

Publicado el 04 septiembre 2010 por Letransfusion

Trabajo en el metro de mi ciudad de manera informal contando historias y declamando poesía dentro de los vagones. Los autores de quienes digo poemas son varios: Jaime Sabines, Pablo Neruda, Mario Benedetti, Efraín Huerta, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Juan de Dios Peza, etc.
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En una ocasión, no hace mucho, me subí (como de costumbre) a un vagón a decir un poema, pero al momento de comenzar un señor que venía con su familia, me pidió que me callara por que el venía platicando con su esposa e hija y le estaba interrumpiendo. Muy de acuerdo en que no es algo licito decir poesía en los vagones del metro y que hasta puede resultar molesto para algunos. Pero juro que en los más de cinco años que llevo diciendo poesía allí, muy pocos han intentado callarme, entre ellos por supuesto los vigilantes. Así pues, el señor me dijo «¡Callate!» y yo no hice caso. Mientras iba diciendo el poema, cada vez que lo miraba me llenaba más de una extraña mezcla de impotencia, rabia y compasión por aquel individuo. Al terminar y luego de pedir la cooperación y pasar con los demás pasajeros, tuve que pasar junto a él, en ese momento ya no pude más, pues iba diciendo a su esposa que somos una plaga y otras cosas, por lo que me paré frente a él y le dije «Si consideras que un poema no sirve para acompañar el viaje de los pasajeros: debes ser muy insensible». No le hubiera dicho nada por que entonces sus insultos subieron de tono y de mi parte la paciencia se acabó, tanto que le menté su madre, algo que en México es el mayor insulto.
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En este punto, ya no quería seguir con el conflicto y me dí media vuelta para seguir colectando la cooperación que la demás gente me estaba dando (a pesar del incidente) y al momento de dar otra media vuelta para regresar al otro lado del vagón, donde esperaban más personas con su moneda en la mano, sólo alcance a ver su puño cerca, muy cerca, luego el golpe. Se me cayeron las hojas que doy con los poemas, las monedas. Se me cayeron las ganas de decir poesía, se me vino el mundo abajo. Ya no eran poemas lo que brotaba de mis labios, no, ahora era la sangre y la rabia lo que salía de mi.
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Luego de levantar los poemas y las monedas con ayuda de algunos pasajeros, me dí cuenta de que un compañero que vende también en el metro ya lo había agarrado por el cuello y me decía «¡Dale en su madre, aquí te lo agarro!», pero yo no tenía esa intención. Jalé la palanca de emergencia y esperé a que llegaran los policías y vigilantes, cuando llegaron todavía mi amigo lo estaba agarrando y ya se había juntado un grupo de otros vendedores alrededor nuestro. Pedí a los policías que detuvieran a este señor por el golpe que me había dado, pero el señor aparte de que seguía enojado, suponía que lo que él había hecho era lo mejor, pues consideraba que siendo algo ilegal que yo viniera diciendo poemas en el vagón, él estaba en todo su derecho de callarme y golpearme y que si nos iban a llevar al Ministerio Público y yo lo demandaba: él también levantaría cargos en mi contra. Los policías intentaban persuadirme de que desistiera argumentando que también a mi me perjudicaría la situación. Sin embargo, sé que lo que yo venía haciendo es sólo una falta administrativa por la que tendría que responder en un Juzgado Cívico. En cambio, el golpe que me dio el señor constituye un delito más grave. Mientras tanto el señor ya se había abrazado de su esposa e hija, tomándolas del cuello (mi amigo ya lo había soltado). El grupo de vendedores estaba creciendo. los vigilantes nos llevaron por el andén de la estación y subimos las escaleras. Al llegar a uno de los pasillos que dan a la calle, de entre el grupo de los vendedores se escucharon gritos «¡Partele su madre, nosotros te hacemos esquina con los policías!».
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Está claro que mi intención seguía siendo la de no golpearlo, sino llevarlo al M. P. En ese momento un vendedor comenzó a golpear al señor quien no soltaba a su esposa e hija y por tanto a su mujer también le tocaron algunos golpes, otra vendedora se unió y le daba patadas en el trasero. Pedí calma a mis amigos y con ayuda de los policías, vigilantes y otros vendedores, logramos atemperar los ánimos. Finalmente nos llevaron a un cubículo que hay en la estación. Al señor ya se le empezaba a poner morado un ojo y la señora se quejaba de los golpes que había recibido mientras la hija le decía al padre «¡No vuelvo a salir contigo, siempre es lo mismo!» (¿O sea que siempre golpeaba poetas?). Llegó la patrulla y otro policía me aconsejó desistir pues el señor también tenía golpes que aunque no se los hubiera dado yo, él daría su versión y seguramente no diría que habían sido los otros. Así iba terminando ese episodio en mi vida. Nos pidieron que firmáramos una carta en donde ambos estuvimos de acuerdo en no levantar cargos. Pero antes de firmar esa carta, pedí hablar con el señor y le dije: «Sé que tú no tienes por que saber lo siguiente, pero igual quiero que me escuches. Tengo muchos años de contar historias y decir poesía aquí en los vagones del metro. Estudié teatro y tuve en algún momento la oportunidad de trabajar en televisión, pero sólo porque estoy convencido de que es mejor decir poesía en el metro o en cualquier otro lugar, sigo aquí. Sé también que hoy cometí un error al hacerte caso, pero no sabes cuanta compasión me causa la gente que sigue sin escuchar a los poetas». Por un momento nos vimos a los ojos y supe que él me estaba entendiendo, sólo un momento, luego volvió a decirme que yo estaba coartando su libertad de expresión, que él sólo quería platicar con su familia sin tener que soportar a los poetas y sus estupideces. En este punto me dí media vuelta otra vez, pedí al policía la carta, la firmé, pasé al baño, que habían junto al cubículo, a enjuagarme la sangre.
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Allí había un espejo, me vi y me dije: «¡Eres un idiota!». Lloré.
Martín Dupá

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