Tengo la fea costumbre de hablar de más. Ya mi padre me decía, cuando yo era niño, que contara siempre hasta diez antes de hablar y que por la boca moría el pez, dos consejos que apenas he podido realizar a lo largo de mi vida.
Tengo lo que se llama, en términos médico-científicos, “incontinencia verborreica”, una enfermedad no contagiosa que hace que opine de más, compare de más, piense de más, y sobre todo, hable de más cuando nadie me lo pide.
Los ejemplos que recuerdo son múltiples, algunos para enmarcar como aquella vez que acompañé a un amigo a comprar hachís para unas vacaciones y nos metimos en uno de los peores barrios de Sabadell en busca del tugurio del camello, un apartamento en una cuarta planta sin ascensor de un edificio con las escaleras tan estrechas que ni siquiera podían pasar dos personas a la vez. Llegamos al párquing del lugar, un espacio sucio, lleno de grafitis, de tipos tirados por la calle, sentados en los escalones de los bares, olor a orines y miradas nerviosas, y recuerdo que le dije a mi amigo que nos diéramos prisa porque al bajar de casa del camello no encontraríamos de mi coche ni las ruedas, no sin antes añadir que jamás en la vida, “aunque me pagaran dinero”, viviría en un lugar como aquél. Ay, amigo, al cabo de unos años me divorcié quedando en una situación económica tan precaria que el único lugar al que tuve acceso para iniciar una nueva vida fue al apartamento que había justo debajo de la casa del camello…
Otra vez, de más pequeño, con unos doce o trece años, recuerdo que salía de la escuela los martes y los jueves para ir a judo, y algunas de las veces acompañaba a un profesor de literatura que se llamaba Jordi, como yo, si bien todos lo llamábamos “el barbas”, porque me dejaba entrar en su casa y quedarme un rato entre sus miles de cómics y libros, algo que me fascinaba por encima de mis posibilidades. Una vez le dio por cambiar la ruta y entramos en un comercio, concretamente en una escuela de inglés, y se puso a hablar con la recepcionista. A la salida le dije que no había visto una mujer más fea en mi vida, además de añadir un par de bromas sobre los atributos de la chica. Quizá hoy me hubiera dado cuenta, pero entonces no supe verlo hasta que me dijo, con voz entre trémula y áspera, que aquella era su esposa.
Tengo más, una vez mi padre trajo a cenar a casa a unos amigos de su trabajo, una pareja bien curiosa, él, con unas gafas enormes que le conferían un aspecto de rompetechos siempre perdido, y ella, flaca hasta la doblez de los miembros, que casi no hablaban pero no paraban de fumar caliqueños, unos cigarros puros caseros que se lían de hojas de tabaco repugnantes y que huelen a mil demonios. Durante la cena la chica me preguntó por mis estudios y me dijo que ella tenía no recuerdo cuántas carreras universitarias. Yo le dije que estudiaba administración de empresas en la academia Ramar y entonces me preguntó por uno de los profesores de la misma. Justo el tipo que me había expulsado de todas sus clases apenas unos días antes. Por supuesto le dije que era un tal y un cual, y patatín patatán ante el estupor de mis padres. Resultó que el tal profesor era el padre de la fumadora compulsiva de caliqueños con no sé cuántas carreras universitarias…
Son muchos los ejemplos que podría poner, pero hoy he comenzado este post porque sabía, en el mismo momento que lo dije, que aquella vez había vuelto a hablar de más, y así ha sido.
Hace ahora un año tuve la inmensa fortuna de ser invitado a la Feria Internacional del Libro de Miami y participar en unas charlas de autores hispanos independientes. En esa charla hablé de nuestro compromiso y responsabilidad por hacerlo bien, por publicar bien, por corregir y editar lo mejor que supiéramos, y puse como ejemplo a la grandísima escritora Antonia Corrales y su obra “En un rincón del alma”, súper ventas en español con miles de ejemplares vendidos y cientos de comentarios de lectores entusiasmados (y a quien pido mil disculpas por la desafortunada mención), pero que al intentar el acceso al mercado anglosajón con su obra había sufrido una mala traducción y los lectores la habían destrozado. Después de esto me puse de ejemplo diciendo algo así como que yo daría la traducción a una agencia profesional, etc etc. Bla, bla, bla con la boca llena…
Es cierto que lo hice, encargué mi traducción a profesionales y pagué una cantidad importante por tener mis letras en inglés. Sin embargo en la traducción faltó un capítulo, un capítulo completo desapareció en el camino que separa la versión española de la versión inglesa. Reseñas como que el libro tenía fallos graves de edición, que necesitaba una revisión, que la historia era buena pero que habían lagunas en la trama, me llevaron a descatalogar The pendulum of God y darlo a revisar a otra profesional, quien advirtió la falla.
Hoy mismo he vuelto a poner la novela en venta, pero no puedo evitar decirme a mí mismo en ocasiones como esta aquello tan famoso del “¿Por qué no te callas?”