Revista Talentos
¿Por qué a los literatos les gusta morirse en París?
Publicado el 16 mayo 2012 por Perropuka
No sé si es mi impresión pero hay algo que encuentro curioso en los hombres de letras: mandarse a mudar a París cuando intuyen que la Parca los persigue, independientemente de su edad hacen lo imposible para morirse allí. O es que la capital francesa es para esta gente lo que la Meca para los musulmanes: has de visitarla por lo menos una vez en la vida. Tantos la visitarán que al final muchos se quedan por necesidad, por accidente o por pura querencia, aunque al ritmo que viven algunos entre la bohemia y la miseria, se van muriendo un poco más, en capítulos o en cuartetas, según su estilo de aportar su grano de arena a la comedia humana, ¿o historia humana quería decir Balzac? Nunca he estado en París, pero por lo que leo, por lo que veo según el cine, debe de ser la ciudad con mayor número de literatos por kilómetro cuadrado del mundo. Como tal, supongo que es la urbe más insoportable: si desde ya resulta incómodo saber que ahí afuera pueden haber miles de competidores con la pluma en el bolsillo, imagínense con verse a menudo las caras en algún café al aire libre. Los escritores tienen la misma quisquillosidad de las mujeres que se miran entre sí para comprobar si no llevan el mismo vestido. Miramientos de fatuos mortales, ¿quién dijo que los literatos eran inmunes? Por ahí va, el Avida Dollars, dicen que decía Breton – guardián celoso de la ortodoxia surrealista- ante la vista de Dalí. O mucho antes, Baudelaire, exclamaba, seguramente hastiado en el Spleen de Paris: “¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible! Recapitulemos la jornada: haber visto a varios hombres de letras y uno me preguntó si se podía llegar a Rusia por tierra (sin duda tomaba a Rusia como una isla).” Morirse en París me parece de mal gusto, muy poco estiloso, muy lugar común, como si los futbolistas quisieran hacerlo lo más cerca de Wembley. Excepciones las hay, por supuesto, por desgarradoramente poéticas: “me moriré en París con aguacero, un día del cual ya tengo el recuerdo” (Vallejo). Por Cortázar, que quizá asumió en ese momento que era el trompetista el que se estaba muriendo. O, por olímpicamente cínicas como la de Cioran, quien ya sabía a qué atenerse, lidiando a diario con el inconveniente de haber nacido. Baudelaire, Samuel Becket, Moliere, Sartre y Simone de Beauvoir, Tristan Tzara, Eugene Ionesco y algunos más, contribuyeron sin proponérselo, a convertir los cementerios de la Ciudad Luz en objeto de atracción para el morbo colectivo. Los parisinos en asuntos funerarios son muy prácticos, no podían haber elegido nombre más lírico -y comercial - que Montparnasse para uno de sus camposantos. Incluso contra la última voluntad de algunos, se dice que trasladan sus restos de otros sitios más humildes. Yo me pongo en los huesos de esos anónimos que descansan al lado de algún famoso, interrumpidos en su eterno descanso por el ir y venir de las zapatillas chillonas y el irrespeto de los comentarios idiotas mientras se sonríe frívolamente ante la cámara. Sospecho que “mudarse de barrio” en París es una forma artificiosa de asegurarse la inmortalidad. No es excusa eso de “pasaba por ahí, cuando la muerte le sorprendió”. Cualquier hombre de letras que se respete a sí mismo, inconscientemente debería pedir una tregua al fantasma del suicidio, a la mala suerte o a la enfermedad, antes de exhalar el último suspiro. O como los elefantes, alejarse lo más lejos posible de la manada parisina llegado el momento: al campo, a una villa, a lo alto de una colina, para poder exclamar ¡más luz! como Goethe, que morirse miserablemente en una buhardilla con vista a la Torre Eiffel. De otra manera, ¿por qué tenía que ser precisamente en París donde Jim Morrison tenía que tomar su última dosis para cabalgar en la tormenta? Luego, que su alma no se queje de que su tumba vaya desapareciendo pedrusco a pedrusco como vulgar souvenir.