Ahora todas la mañanas estoy madrugando para ir a clases de inglés. Me gusta el idioma y necesito mejorarlo. Lo malo es que la clases, que por ciertos son gratis gracias a mi trabajo, no me gustan. No sólo tengo que aprender, sino que tengo que hablar y jugar con extraños. Hay quienes disfrutan de hablar mucho no sólo en español sino también en inglés. A mi, me basta y me sobra con las palabras que son necesarias en cualquier idioma.
¿Por qué a la gente le gusta tanto hablar?
Yo hablo por necesidad. Si por mi fuera, me quedaría en silencio y no me molestaría que la gente dejara de hablarme. Sería ideal que nos quedáramos mudos y tuviéramos que encontrar la manera de comunicarnos en medio del silencio.
Basta con decir la información que requerimos y ya. No veo la necesidad de tener que hablar y hablar de cosas que nadie preguntó.
Tengo la suerte de que cada vez que tomo un taxi, me toca un chofer que no se conforma con que la dirección y algunas instrucciones adicionales de cómo llegar a donde quiero ir. Suelen comenzar a hablar de cosas que nadie la preguntó. Una vez en Apodaca, un taxista que nos llevó a mi esposa y a mi del aeropuerto a la casa de mi cuñada nos quería convertir a la religión católica. Nosotros ya somos católicos. Pero el taxista estaba tan entusiasmado hablando de Jesús, el perdón, la salvación y los valores que preferimos callarnos y aguantar el inútil sermón hasta que llegáramos al destino.
Hace un par de días otro taxista en la ciudad de México nos contó la historia de su vida en sólo 15 minutos. Fue de veras increíble, incómodo y absurdo. Hablábamos primero del tráfico y como si le hubieran prendido un cohete en la boca comenzó a contar que lleva 22 años de separado, que su ex mujer intentó matarlo varias veces con cuchillos, a balazo, a golpes por celos. Que se divorció de ella y que luego varias mujeres lo mantuvieron hasta que se volvió a casar con otra mujer bellísima con la que nunca se ha peleado. Tiene una hermosa hija que ha crecido sana y feliz porque sus papás jamás han discutido...
¿Y a mi qué carajos me importa todo esto? Me preguntaba mientras veía pasar lentamente los semáforos rumbos a mi casa.
Cuando llegamos al edificio nos encontramos con que los vecinos habían organizado una fiesta, una pre posada. ¡Uy, que gusto! Subimos al departamento y un par de horas después mi esposa me obligó a bajar con una bolsa de sabritas y una refresco de dos litros para "cooperar" con los vecinos. Pasé 20 minutos tratando de convencerme de que sí podía bajar los escalones hasta el estacionamiento, decir buenas noches dejar en alguna mesa la comida excursarme con los vecinos porque me esposa se sentía mal y huir. No pude. Me fue imposible convencerme de que no era tan malo, pero al final igual lo hice. Como si me sumergiera en un estanque lleno de pirañas, bajé los cinco pisos y saludé a un par de vecinos, que sorpresivamente, me recibieron de buen agrado. Dejé la comida en la única mesa y cuando ya me iba me invitaron ponche. Lo rechacé lo más amablemente que pude, pero insistieron. Al final acepté, me dieron dos vasos de rico, muy rico ponche, con mucha fruta y dulce, caliente y refrescante al mismo tiempo, y luego huí.
Yo no tengo la necesidad imperiosa de comunicarme con la gente, de platicarle mi vida, de decir incoherencias. Pero por alguna razón que desconozco, a la gente le gusta socializar y hablar de cosas sin importancia. ¿Por qué y para qué lo hace? Me pregunto.