Era un sábado por la mañana. Todo el ambiente estaba teñido de gris. Una llamada en mi celular me hizo saltar de la cama. Del otro lado, la voz de mi hermano (siete años más chico que yo) me decía “se murió papá”.
Al mismo tiempo, cuando por momentos las cosas se daban bien, me preguntaba por qué no pudo ser siempre así.Yo quería que el cambie. Que sea mejor persona, que sea mejor padre. Que pudiéramos tener una relación padre-hija como muchos dicen tener.Al mismo tiempo, a medida que fui creciendo y que puede ir aprendiendo y resolviendo ciertos temas, también quería que él pudiera encontrar la felicidad.Era un deseo egoísta. Si él estaba bien, estaba segura que no tendría motivos para que nosotros no lo estuviéramos. ¿Tengo que recordar que estoy hablando del hombre que me pegaba con un bate de beisbol? ¿Qué fue mi abuela, la madre de él, que al enterarse, y aunque ella niegue ahora que no presenció agresión alguna de su parte hacia nosotros, se lo llevo escondido en una de sus valijas? También me estoy refiriendo a quién, producto de sus amenazas con ese bate de beisbol, me dejaba encerrada en el baño chico por horas hasta que mi madre volvía de trabajar y se convirtiera en el típico príncipe azul de los cuentos de hadas.Hacía seis meses que no hablaba con él. Habíamos tenido una última charla donde obtuve mi inservible respuesta de por qué fue tan agresivo con nosotros. Inservible porque con esas palabras yo no puedo curar ni borrar nada de lo que sucedió. Pero todo quedó en pausa con el llamado de mi hermano.
Me largué a llorar. Ale no entendía por qué. Fue sincero conmigo y me dijo que él pensaba que yo lo odiaba y que estaba, no sabe si la palabra correcta es “contenta” pero que, por lo menos, la última reacción que esperaba encontrar en mi era la de tristeza.Ese mismo planteo lo obtuve de varias personas “cercanas” (entendí la diferencia entre física y emocionalmente). Algunas me lo dijeron a la cara, otras lo susurraron por detrás.¿Qué quieren que les diga? Ustedes no estuvieron en mis zapatos. No vivieron lo mismo que yo. Ni siquiera saben los sentimientos y emociones contradictorios que podían albergar en mí ser. Demasiada soberbia para creer que podían y tenían el derecho de decir o maldecir sobre lo que yo estaba o debía sentir.No me arrepiento de la última charla. No me arrepiento de haberlo apartado de mi vida, porque así sentía que yo podía avanzar y dejar cicatrizar las heridas del pasado sin que se sigan abriéndose en el presente.Sé que él quería hablar conmigo. Me lo manifestó en febrero, en el cumpleaños 80 de mi abuela al que todavía no sé para qué fui si no me sentía parte y estaba bajo efectos de ansiolíticos y antidepresivos. Ah sí. Lo recuerdo. Fue un consejo de la psiquiatra para sanar el pasado. A veces pienso en qué tendría pensado decirme si le daba otra oportunidad, además de las otras mil que le di a lo largo de mi vida. Todas en vano, solo uno, dos o tres días de pseudo cambio para luego volver con más furia recargada (seguramente producto de haber tenido que hacer o dejar de hacer cosas que él creía correctas, como darme vuelta la cara de una cachetada o arrastrarme de los pelos por la casa hasta encerrarme en mi cuarto).Capaz era pedirme perdón. Capaz había encontrado otra respuesta inservible. No lo sé.Por momentos me siento culpable de no haberle dado esa última oportunidad. Después recuerdo que la víctima fui yo, por más que él ahora no esté físicamente en este planeta y no pueda defenderse (como muchos me dicen y a mí me gustaría saber si de verdad creen que alguien tan perverso tiene excusa, justificación y posible defensa).Y si lloré, y si hay veces que lloro por recordar su muerte, no es signo de arrepentimiento de mi parte por como manejé las situaciones. Tampoco tiene que ver con el dolor que uno siente por no tener físicamente a esa persona, nunca más.No. No es mi caso. Yo no llegué a tener, o mejor dicho a sentir, una relación de padre-hija. Me apena escribirlo, pero es la realidad. No se murió alguien importante para mí o que quisiera tener para toda mi vida al lado. No.Se murió una persona que si, reconozco, es mi padre biológico pero nunca terminó de llegar a serlo del corazón. Nunca hubo una charla de padre-hija en la que le contara mis secretos o preocupaciones. Conocía los más superficiales. Reconozco que existieron momentos importantes en los que él me acompañó pero, lamentablemente, siempre su forma violenta terminaba empañando todo.
Por eso lloro. Porque si en algunos momentos yo me aferraba a esa posibilidad, ya no está, ya no existe, ya no hay vuelta atrás. Toda nuestra historia terminó el segundo en que su corazón explotó (qué final tan predecible). Podrán reclamarme que la oportunidad la tenía cuando él estaba vivo. Pasan por alto el daño que me hacía a mí el estar frente a su presencia y desconocen el infierno que viví. Cero empatía con el dolor ajeno. Tan típico del humano.Ya pasaron más de tres años. Ya no pierdo tiempo en esclarecer a nadie mi historia. Yo no tengo que dar explicaciones. En todo caso, a mi deberían dármelas. ¿No? ¿Por qué tanto silencio y tanta complicidad? También estaría bueno que empiecen a practicar el sentimiento de vergüenza. Y aunque parezca increíble, también lloro porque me da lástima. Si. Su vida me da lástima. Porque para llegar a ser una persona que cometa semejante actos de violencia física y psicológica a sus hijos (y al resto) debe haber vivido en un gran y profundo agujero negro. Lleno de odio, resentimiento, rencor y vaya a saber qué más.Lo que lo llevó a ser quien fue, solo él y los cómplices de su martirio lo conocen. Y por eso también lloro. Porque me hubiera gustado poder ayudarlo a superar su dolor y curar sus heridas. Y todas estas palabras no fueron una forma de dar explicaciones ni de justificar mi actuar. Escribir todo esto me hizo bien, porque pude ordenar mis sentimientos y emociones.Ahora lo leo una y otra vez y, al poder verme desde afuera a través de mis textos, puedo analizarme y lograr centrarme en mí y mi crecimiento personal (o espiritual le dicen también).Ahora puedo entenderme y saber por qué de repente, si se viene algún recuerdo de él o cuando reconozco similitudes en un rostro, empiezan a llenarse de lágrimas mis ojos.No lloro con odio ni rencor ni resentimiento. Lloro porque sé que ya no hay forma de que toda esta historia cambie.