Qué extrañas coincidencias no suele deparar esta vida. Resulta que este martes me regalaron un libro (como la persona que me hizo el presente seguramente lea estas líneas, aprovecho para agradecérselo de corazón): se trataba de Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson (RBA, 2003), un interesante compendio sobre la Historia de la Ciencia, que recomiendo a todo aquel que desee saciar su curiosidad respecto a tantas preguntas que nos suscita la naturaleza. El caso es que por la noche me puse a hojearlo y, entre lo poco que me dio tiempo a leer, estuvo un capítulo dedicado a los terremotos. Como si se tratase de una cruel premonición, a la mañana siguiente me despertaba con la noticia de que un movimiento sísmico de 7 grados en la escala de Richter acaba de asolar Haití. Las fatales consecuencias de este terremoto las estamos viendo casi en directo gracias a Internet y la televisión. Ante estos dramas, uno no sabe muy bien cómo actuar… la impotencia es tal, que quizá sólo nos queda rezar, aunque ni siquiera creamos en nada.
Antes de Navidades, el 17 de diciembre, un pequeño temblor de tierra me levantó de la cama, a eso de las tres de la madrugada. En aquella ocasión la magnitud en el epicentro, que se encontraba frente a las costas del Cabo de San Vicente, apenas pasó de los 6 grados en la escala. Fue una experiencia, más que un susto. Con todo ello, considero la ocasión que no está más para compartir lo que dice al respecto el citado capítulo del libro de Bill Bryson:
Sabemos asombrosamente poco sobre lo que sucede debajo de nuestros pies (…). «Aunque pueda parecer extraño --escribió Richard Freynman--, tenemos una idea más clara de la distribución de la materia en el interior del Sol de la que tenemos del interior de la Tierra.» (…). Hasta hace poco menos de un siglo, lo que los científicos mejor informados sabían sobre el interior de la Tierra no era mucho más de lo que sabía el minero de una mina de carbón… es decir, que podías cavar en el suelo hasta una cierta profundidad y que luego habría roca y nada más (…).
[Hacia 1936] dos geólogos del Instituto Tecnológico de California estaban buscando un medio de establecer comparaciones entre un terremoto y el siguiente. Estos geólogos eran Charles Richter y Beno Gutenberg, aunque, por razones que no tienen nada que ver con la justicia, la escala pasó a llamarse casi inmediatamente sólo de Richter. (No tuvo tampoco nada que ver con Richter, un hombre honesto que nunca se refirió a la escala por su propio nombre, sino que siempre la llamó «la escala de magnitud».)
La escala de Richter ha sido siempre bastante malinterpretada por los no científicos, aunque esto suceda algo menos ahora que en sus primeros tiempos. La gente que visitaba la oficina de Richter solía preguntarle si podía enseñarles su famosa escala, creyendo que era algún tipo de máquina. La escala es, claro está, más una idea que una cosa, una medida arbitraria de los temblores de la Tierra que se basa en mediciones de superficie. Aumenta exponencialmente, de manera que un temblor de 7,3 es 50 veces más potente que un terremoto de 6,3 y 2.500 veces más que uno de 5,3.
Teóricamente al menos, no hay un límite superior para un terremoto… ni tampoco hay, en realidad, uno inferior. La escala es una simple medición de fuerza, pero no dice nada sobre los daños. Un terremoto de magnitud 7, que se produzca en las profundidades del manto (a, digamos, 650 kilómetros de profundidad), podría no causar absolutamente ningún daño en la superficie, mientras que otro significativamente más pequeño, a sólo seis o siete kilómetros por debajo de la superficie, podría provocar una devastación considerable. Depende mucho también de la naturaleza del subsuelo, de la duración del terremoto, de la frecuencia y la gravedad de las réplicas y de las características de la zona afectada. Todo esto significa que los terremotos más temibles no son necesariamente los más potentes, aunque la potencia cuenta mucho, claro está.
El terremoto más grande desde que se inventó la escala fue --según la fuente a la que se preste crédito-- uno centrado en el estrecho del Príncipe Guillermo de Alaska, que se produjo en marzo de 1964 y que alcanzó una magnitud de 9,2 en la escala Richter, o uno que se produjo en el océano Pacífico, frente a las costas de Chile, en 1960, al que se asignó inicialmente una magnitud de 8,6 en la escala pero que se revisó más tarde al alza por fuentes autorizadas (incluido el Servicio Geológico de Estados Unidos) hasta una magnitud verdaderamente grande: de 9,5. Como deducirás de todo esto, medir terremotos no siempre es una ciencia exacta, sobre todo cuando significa que hay que interpretar lecturas de emplazamientos lejanos. De todos modos, ambos terremotos fueron tremendos. El de 1960 no sólo causó daños generalizados a lo largo de la costa suramericana, sino que provocó también un maremoto gigantesco que recorrió casi 10.000 kilómetros por el Pacífico y arrasó gran parte del centro de Hiro, Hawái, destruyendo 500 edificios y matando a sesenta personas. Oleadas similares causaron más víctimas aún en lugares tan alejados como Japón y Filipinas.
Pero, por lo que se refiere a devastación pura y concentrada, el terremoto más intenso que se ha registrado históricamente es muy probable que haya sido el que afectó a Lisboa, Portugal, el día de Todos los Santos (1 de noviembre) de 1755, y la hizo básicamente pedazos. Justo antes de las diez de la mañana se produjo allí una sacudida lateral súbita que se calcula hoy que tuvo una magnitud de 9 y que se prolongó ferozmente durante siete minutos completos. La fuerza convulsiva fue tan grande que el agua se retiró del puerto de la ciudad y regresó en una ola de más de 15 metros de altura, que aumentó la destrucción. Cuando cesó al fin el temblor, los supervivientes gozaron sólo de tres minutos de calma, tras los cuales se produjo un segundo temblor, sólo un poco menos potente que el primero. Dos horas después se produjo el tercero y último temblor. Al final, habían muerto sesenta mil personas y habían quedado reducidos a escombros casi todos los edificios en varios kilómetros a la redonda. El terremoto que se produjo en San Francisco en 1906, por su parte, se calcula que alcanzó sólo una magnitud de 7,8 en la escala de Richter y duró menos de treinta segundos.
Los terremotos son bastante frecuentes. Hay como media a diario dos de magnitud 2, o mayores, en alguna parte del planeta, lo que es suficiente para que cualquiera que esté cerca experimente una sacudida bastante buena. Aunque tienden a concentrarse en ciertas zonas (sobre todo en las orillas del Pacífico), pueden producirse casi en cualquier lugar en Estados Unidos, sólo Florida, el este de Texas y la parte superior del Medio Oeste parecen ser (por el momento) casi totalmente inmunes. Nueva Inglaterra ha tenido dos terremotos de magnitud 6 o mayores en los últimos doscientos años. En abril de 2002, la región experimentó una sacudida de magnitud 5,1 por un terremoto que se produjo cerca del lago Champlain, en la frontera de los estados de Nueva York y de Vermont, que causó grandes daños en la zona y --puedo atestiguarlo-- tiró cuadros de las paredes y niños de sus camas en puntos tan alejados como New Hampshire.
Los tipos más comunes de terremotos son los que se producen donde se juntan dos placas, como en California a lo largo de la Falla de San Andrés. Cuando las placas chocan entre sí, se intensifican las presiones hasta que cede una de las dos. Cuanto mayor sean los intervalos entre las sacudidas, más aumenta en general la presión acumulada y es por ello mayor la posibilidad de un temblor de grandes dimensiones. Esto resulta especialmente inquietante para Tokio que Bill Mugiré, un especialista en riesgos del Colegio Universitario de Londres, describe como «la ciudad que está esperando la muerte» (no es un lema que se encuentre uno en los folletos turísticos). Tokio se encuentra en el punto de unión de tres placas tectónicas, en un país bien conocido por su inestabilidad sísmica. En 1995, como sin duda recordarás, la ciudad de Kobe, situada casi 500 kilómetros al oeste, se vio afectada por un terremoto de una magnitud de 7,2, en el que perecieron 6.394 personas. Los daños se calcularon en 99.000 millones de dólares. Pero eso no fue nada (bueno, fue relativamente poco) comparado con lo que le puede pasar a Tokio.
Tokio ha padecido ya uno de los terremotos más devastadores de los tiempos modernos. El 1 de septiembre de 1923, poco antes del mediodía, se abatió sobre la ciudad el terremoto Gran Kanto, diez veces más potente que el de Kobe. Murieron 200.000 personas. Desde entonces, Tokio se ha mantenido extrañamente tranquilo, lo que significa que la tensión lleva ochenta años acumulándose en la superficie. Tiene que acabar estallando. En 1923 Tokio tenía una población de unos tres millones de habitantes. Hoy se aproxima a los treinta millones. Nadie se ha interesado por calcular cuántas personas podrían morir, pero el coste económico potencial sí se ha calculado y parece ser que podría llegar a los 7.000 millones de dólares.
Son todavía más inquietantes, porque sabemos menos de ellos y pueden producirse en cualquier lugar en cualquier momento, los temblores menos frecuentes denominados endoplacales. Éstos se producen fuera de las fronteras entre placas, lo que los hace totalmente imprevisibles. Y como llegan de una profundidad mucho mayor, tienden a propagarse por áreas mucho más amplias. Los movimientos de tierra de este tipo más tristemente célebres que se han producido en Estados Unidos fueron una serie de tres en Nuevo Madrid, Missouri, en el invierno de 1811-1812. La aventura se inició inmediatamente después de medianoche, el 16 de diciembre en que despertó a la gente, primero, el ruido del ganado presa del pánico --el desasosiego de los animales antes de los terremotos no es ningún cuento de viejas, sino que está en realidad bien demostrado, aunque no haya llegado a entenderse del todo el porqué-- y luego, por un terrible ruido desgarrador que llegaba de las profundidades de la Tierra. La gente salió de sus casas y se encontró con que el suelo se movía en olas de hasta un metro de altura y se abría en grietas de varios metros de profundidad. El aire se llenó de un olor a azufre. El temblor duró cuatro minutos con los habituales efectos devastadores para las propiedades. Entre los testigos estaba el pintor John James Audubon, que se hallaba por casualidad en la zona. El seísmo irradió hacia fuera con tal fuerza que derribó chimeneas en Cincinnati, a más de 600 kilómetros de distancia, y, al menos según una versión, «hizo naufragar embarcaciones en puertos de la costa atlántica y... echó abajo incluso andamiajes que había instalados en el edificio del Capitolio de la ciudad de Washington». El 23 de enero y el 4 de febrero se produjeron más terremotos de magnitud similar. Nuevo Madrid ha estado tranquilo desde entonces..., pero no es nada sorprendente porque estos episodios no se tiene noticia que se hayan producido dos veces en el mismo sitio. Se producen, por lo que sabemos, tan al azar como los rayos. El siguiente podría ser debajo de Chicago, de París o de Kinshasa. Nadie es capaz de empezar siquiera a hacer conjeturas. ¿Y qué es lo que provoca esos enormes desgarrones endoplacales? Algo que sucede en las profundidades de la Tierra. Eso es todo lo que sabemos.