Tengo en mi cocina una cebolla que me hace reír. Un día empecé a pelarla y mientras picaba la primera mitad me entró un ataque de carcajadas nerviosas. Tuve que sentarme y parar porque el estómago se me había encogido y los carrillos me dolían de tanto tensarlos. Y es que, mientras que las demás cebollas me matan a disgustos y cada vez que quiero hacer un sofrito termino como la Magdalena, y las lentes de mis gafas acaban empañadas como las ventanas en un día de lluvia, esa cebolla, ésa, siempre me hace reír. Decidí no picar la otra mitad y la tengo ahí, sobre el microondas. Cada vez que la miro me parece, por la forma de una de sus capas, que sonríe. No voy a picarla hasta que no me venga un día deprimente y triste en el que necesite de su efecto único y anticebóllico... o hasta el día que quiera morirme, y decida hacerlo a causa de una explosión del corazón y un encharcamiento de pulmones... por tanta risa.