La pereza del campo que no es tal, esa mentirosa siesta burlona que parece una postal del no hacer pero que equivale al descanso ganado tras horas tempranas con el cuerpo entre el suelo y el cielo, boceto de una llanura domesticada con el tiempo, dueña de sonidos tan propios que adormecen con su armonía hasta al más guapo o desconfiado, de colores que envuelven y transportan a una existencia sin reloj, de horas eternas que no se mueven, de noches estrelladas y frescas, atravesadas por la brisa de la vida misma.
Don Pascual se mece en su silla, la que tiene una pata más corta atrás, su favorita, jugando con el equilibrio de su figura avejentada, de piel ultrajada por el sol, de manos hechas de pura herramienta, callo sobre callo, esfuerzo sobre esfuerzo. Lleva su mirada más allá de los límites de sus tierras, barre con la vista todo alrededor aunque así no lo pareciera. Es que con los años el observar se vuelve un arte y no hacen faltas movimientos. Cada sentido está puesto en ello, no solo el destinado a sus descoloridos ojos marrones.
Anita se acerca. Su abuelo ya sabe que está allí, pero no interrumpe su andar. La pequeña intenta una broma y le toca con la punta de los dedos el hombro izquierdo. De inmediato corre hacia el otro lado. Pascual sonríe y mira de todas maneras hacia el lado que sabe, ya no está su nieta. Ella celebra el éxito con un chillido. Su abuelo se hace el sobresaltado y ambos terminan en un abrazo estrecho, entre risas y falsos quejidos de la niña, que sin intención de lograrlo, se revuelve para zafar de los brazos aguerridos de su querido "abu".
La faena termina con Anita en la falda del abuelo. Ahora ambos contemplan el campo, la vasta extensión de verde interrumpido aquí y allá por árboles, algún tejido, una zona más amarillenta de un cultivo cosechado, o las figuras cansinas y desperdigadas del ganado vacuno en su rutina diaria de recorrer la pastura.
La pequeña disfruta sus vacaciones de la ciudad, de la escuela, de los amiguitos que quiere pero que no extraña. Es que allí es otra cosa. Se respira diferente, aunque no sabe como explicarlo. Cuando se lo cuenta al abuelo, él se ríe, pero no con sorna, al contrario. Lo hace cómplice y satisfecho. Le gustaría disfrutarla más seguido, pero su hija no quiere recorrer los trescientos kilómetros en otra fecha del año que no fuese enero. Que el trabajo, que la escuela, que el régimen de visitas de Ana con su ex... un mundo de peros, un universo de excusas.
El silencio se convierte en un tesoro en común. Cuando dos personas guardan sus voces durante un instante y se abstraen de la cotidianidad para inmiscuirse en la realidad, se dicen más cosas entre sí que si pronunciaran mil palabras. Luego, cuando las cuerdas vocales finalmente vencen la magia, el encanto, el momento se desvanece, efímero pero inmortal.
- Mamá dice que es mucho campo para vos, abuelo, que algún día debería convencerte de vender una parte - dice Anita, con la inocencia del loro que repite sin saber.
Pascual conoce el discurso de su hija y también los motivos. Nunca fue de discutir, pero si de escuchar. Esto último no le hace mal a nadie.
- Tu mamá ama este campo, solo que se convence en creer que la felicidad está en otras partes y me parece bien, la felicidad debería viajar con uno y no tener una residencia fija, pero aquí me ves, contemplando lo que me llena el corazón.
Anita no respondió. No entendía muchas de las cosas que decía el abuelo. Ni tampoco las que mencionaba su madre.
- Dice que los Martínez en cuanto te descuides, se quedan con tus tierras - dijo al pasar la niña, que golpeaba sus talones contra la pierna del abuelo, en un balancín ida y vuelta, que la divertía desde que tenía memoria.
Los Martínez. Sus vecinos de toda la vida. Compraron las tierras casi al mismo tiempo, sesenta años antes. Ambos muy jóvenes, sin idea de lo que les depararía la vida, sin saber siquiera cómo administrar un campo, mucho menos trabajarlo. Testigos mutuos de sus vidas, de sus desdichas y alegrías.
- ¿Eso dice? ¿Por qué? - aquello le resultaba gracioso.
- Porque dice que no tienen nada en común, que son poros opuestos.
- Polos.
- Eso, polos.
Pascual suspiró. Se le escapó en la mirada la nostalgia de lo vivido. Los ojos se volvieron vidriosos, no por tristeza, al menos propia, sino por la forma de pensar de su hija.
- Es verdad mi querida Anita, los Martínez y los Suárez, es decir, nosotros, somos diferentes. El viejo Martínez reza otras oraciones por las noches, trabaja el campo de otra manera, compra sus provisiones en un almacén diferente, no le paga lo mismo a sus empleados que yo, tiene la manía de renovar sus vehículos cada un año mientras que yo lo hago solo cuando hace falta, tiene riego artificial y no le importan las épocas de sequía, le gusta derrochar dinero en el casino en lugar de comprar más ganado, es celoso de los límites de sus tierras y a diario recorre el perímetro cuidando de no tener la alambrada rota, no va nunca a las fiestas del pueblo, no comparte mi ideología política, es incluso hincha de otro club de fútbol, detesta el juego de bochas que tanto amo...
- Entonces mamá tiene razón...
- Si, la tiene, en qué somos polos opuestos. ¿Pero sabés que tenemos en común?
- ¿Qué?
- La inteligencia y la consciencia de sabernos seres humanos. Nosotros nos saludamos con la misma efusividad cada vez que nos cruzamos, nos preguntamos con sinceridad cómo estamos, nos ayudamos en las malas como cuando el arroyo creció y le llevó varias vacas y le cedí unas cuantas, o cuando la lluvia no llegaba y antes que perdiera la cosecha prolongó el riego hasta este lado. Nosotros nos miramos a los ojos y encontramos un hermano. No hay bandos en esta vida, sino malas decisiones. Y una de ellas, es creerse más o menos que el otro, de sentirnos en la obligación de elegir en lugar de integrar, de dividir en lugar de multiplicar. Cada uno puede vivir como se le antoje, pero debe saber que no hay nadie enfrente, sino muchos al lado. Y así, se construye la vida. De otra manera, se destruye. Los Martínez y los Suárez han vivido uno al lado del otro por sesenta años y jamás se han peleado. Porque ninguno pretende lo que tiene el otro, ni compite, ni pone obstáculos. Cada uno tiene sus tierras y es bienvenido en la del otro. El respeto, el trabajo, la amistad, son nuestros valores. Si algo me pasara, a mí o a tu abuela, los Martínez estarían acá pero no para sacar tajada como piensa tu madre, sino para dar una mano. Y si algo les pasara a ellos, allí estaríamos nosotros para brindar una ayuda, un abrazo, una palabra sincera.
Pascual se puso de pie con Anita en brazos. Avanzaron hacia la cosecha. A lo lejos el tractor de los Martínez recorría sus tierras. Levantó su brazo derecho, sin dejar de sujetar a su nieta con el otro, y lo movió lentamente por el aire de un lado a otro. A la distancia, el viejo Martínez levantó el suyo a modo de respuesta. No hacía falta estar cerca para saber que ambos sonrían. ¿Cómo no hacerlo bajo ese sol de verano? ¿Cómo no hacerlo, ante tanto esplendor y vida?
El viejo volvió a suspirar.
- No sé mi querida Anita si entendiste algo de lo que dije, espero que tu memoria lo guarde muy celosamente y cuando seas más grande lo recuerdes y comprendas. Ya no miro las noticias, ya no enciendo la radio, hace rato que no abro un diario. Ya no quedan Martínez y Suárez en el mundo, al menos no como estos dos viejos olvidados en este rincón del cosmos. Las palabras de tu mamá no deber ser las tuyas, los pensamientos de los demás no deben ser los únicos. Podemos crear los propios, podemos tratar al menos. Y el día de mañana, ni siquiera deben ser mis palabras. Tan solo los hechos, esos que nos permiten sentirnos libres. Aquel hombre que me devuelve el saludo tiene tantas virtudes y defectos como los tengo yo, pero tiene consciencia y además piensa. Y es el pensamiento y no el progreso lo que nos permite crecer como personas. Lo que más me gusta del campo es su murmullo, ese que apenas se escucha pero que está siempre alrededor... ¿lo escuchás?
Anita se llevó la manito a la oreja, formando una especie de tubo.
- ¡Creo que sí abu!
- Ese murmullo es la vida misma Anita y nos dice miles de cosas. Cada día nos cuenta algo distinto, porque cada día es otro, uno nuevo, irrepetible. Y debemos vivirlo de esa manera, con alegría de aprender, de atravesar nuestro lugar en el mundo con todos los sentidos predispuestos para crecer. Hoy te miro mi amor y me doy cuenta que estás más grande que ayer pero no tanto como lo estarás mañana. Y no solo lo veo en tu cuerpo, sino acá dentro - dijo apoyándole la palma de la mano sobre la cabeza.
- Abu...
- Si, Anita.
- ¿Podemos jugar a armar la huerta?
Don Suárez la dejó en el suelo y le besó la frente.
- ¡El primero en llegar elige las herramientas! - gritó y salió al trote, al que su edad le permitía, mientras la pequeña, riendo, comenzaba una alocada carrera que ganaría con holgada diferencia.