No sé qué hacer. Escribe, me dice la consciencia. No has escrito la semana pasada; así nunca serás escritor. Luego parafrasea a mi padre: “terminarás siendo un inútil y no servirás para nada”. Pero yo sigo sin saber qué hacer. Ayer, por ejemplo, quise morir; antes de ayer quise llorar. Hoy, sin embargo, no sé, quizá quiero tener sexo por primera vez o fumar marihuana –también por primera vez–, en fin, que me estoy dando cuenta que quiero debutar. Ya sea terminar con mi castidad o con mis pulmones –exagero, lo sé. ¿Acaso mis pulmones se fundirán por un porro?–, pero terminar con algo, a la vez que empiezo otra. Es decir, que, paradójicamente, debutar no es sólo iniciarse sino también: acabarse. Pero yo no quiero acabar con nada ni nadie, que ya he tenido suficiente en esa empresa mortal, por lo pronto, quisiera iniciarme en algo sin tener que terminarme en otra.
Hoy almorzamos todos juntos. “Todos” es la familia de mi papá. Almorzamos pollo a la brasa con hartas papas fritas –dos porciones más pidió mi papá, pero pago el abuelo–, mayonesa y ají. Yo no como ají ni bebo gaseosa; pero sí como pollo y le echo cremitas. Antes no comía pollo, era vegetariano. No obstante, desde que me he dado cuenta que voy a morir de cáncer y joven así me alimente bien, no veo por qué privarme de los manjares que el mundo ofrece.
No como chancho porque me da asco, mis tíos piensan que me cuido de no comerlo porque cuido de mi cuerpo y no es verdad. Tampoco me apetecen los mariscos. Ayer comí pizza con extra cheese. Lucía me acompañó en esa aventura. Lucía me quiere y yo la quiero a ella, pero no somos novios ni tenemos sexo ni fumamos marihuana. Somos amigos nomás, amigos a secas; amigos aunque nos duela –más a ella que a mí, por supuesto–, amigos como dos hermanitos huérfanos que se tienen que cuidar y protegerse de los innobles, como si la vida sin él o sin ella –según el caso– ignorara el sosiego y la seguridad. Amigos, al fin y al cabo, y sólo eso.
Comimos pizza, y el queso mozzarella estaba demasiado rico. Cómo se estiraba y se derretía en mi boca, mientras su olor se metía por los huecos de mi rostro excitando mis sentidos y devolviéndome momentáneamente la alegría –recuerdo que hasta sonreí en dos ocasiones–; pero más rico estuvo las palabras de Lucía, palabras de cariño y franqueza, con extra de amistad. No vendían chica morada como para acompañarla y hacer mucho más placentera la tertulia; pero bebimos nuestras penas. Yo estaba –y estoy– deprimido. Ayer quería morir. Lucía, tan amable como siempre, quería morirse conmigo. Si tú te mueres, me muero, Juan. No seas exagerada. No exagero. Está bien, matémonos entonces.
Lucía y mi mamá quieren que vaya a un psicólogo. He aceptado porque las quiero, no por mí, porque yo no me quiero sino me odio y estoy pensando todo el tiempo en la muerte, curioseando con saber si algo habrá después, espero que no. Pero he aceptado; mamá dice que me va a buscar uno y será uno cristiano para que no sólo me cure sino, además, para que me ore por las noches, a ver si el Señor me hace el milagrito y me vuelve una persona buena.
Ciertamente, ellas deberían ir pensando en un psicólogo muy, pero muy cristiano, que crea en el cielo y esos temas escatológicos que ellos dominan muy bien, para recuperarse del trauma de mi ausencia definitiva, si acaso me decido de una vez y me mato, y les hago un favor realmente, aunque ellas no piensen así ni vean tan claro como lo veo yo, el día cuando por fin me vaya para siempre de entre los vivos.
A Martín, mi hermano, le fascinan las películas de muertos vivientes, con seguridad, saber que su hermano quiere fallecer, le parecerá una idea estupenda. Martín es la persona a quien más amo en este mundo. Pero mi vida se lo he dedicado a él, y desde hace mucho tiempo que anhelo mi libertad. Martín hace todo lo que yo hago, menos ver películas de terror. Temo que Martín termine matándose así como yo, y mi mamá sufra por partida doble. Martín es más inteligente que yo y sus talentos me enorgullecen. Lo echaría de menos. Estoy seguro que Martín no entiende mis desventuras, pero he de explicárselo como hermano mayor que soy.
Soy infeliz. Hace muchos años que no consigo ser feliz, desde los once años, cuando, un día aciago, me quitaron brutalmente mi cordón de brigadier general y me sometieron a vituperios e insultos en la capital. Me arrebataron la niñez y me obligaron a adolecer. Me engordaron como a una res para luego devorarme en insultos y maltratos de parte de quienes me engordaron con mimos y sonrisas. Me pegaron con correa en la espalda y en el suelo, en la cama y otra vez en el suelo por tenerle miedo a la oscuridad. Me echaron la culpa de las riñas de mis padres por ser tan bruto y no aprender inglés. Me engañaron muchas veces, sobre todo mi padre, y me convirtió en una persona desconfiada y malvada. Me robaron tres años de mi vida, cuando joven, y me empujaron a esta vejez prematura que hoy me condena. Me…, me…, me…, Martín no ha pasado por aquello. Yo he cuidado que él no haya corrido con mi suerte. Martín no lo sabe, Martín no entiende muy bien los sacrificios que hice por él. Si acaso no estoy más con él, espero que no me juzgue mal. Soy infeliz, por eso será mejor desaparecer, pero caigo en la cuenta que matarme podría ser mi gran debut, pero, paradójicamente, el final de mi vida. Fatal, pues, hoy no tengo ganas de terminar con nada si he de empezar con algo. Así pues, al menos por hoy, no moriré. Y mejor me iré a engordar para ahondar mi desgracia con una pizza extra cheese, sin Lucía, sin nadie.