Presagios
Publicado el 09 agosto 2020 por RoggerLlegué cuando el sol caía. Estaba furiosa, además cuando me descubrió envuelto en modorra y con tufo a Ron Cartavio.
—Así no me vas a besar— amenazó, sin saber que estaba vaticinando el desenlace.
Élida era una morena seria, sabrosa, alta, delgada, de ojos marrones. Nos conocimos en el trabajo. Ella era secretaria yo empleado administrativo. Nuestros escritorios estaban frente a frente y aunque por lo general nos esquivábamos, era imposible no toparnos algunas veces durante el día. Mi mala fama había corrido por cuenta de López, Chunga y Ríos, basados en las continuas llamadas. Y era Élida quien las recibía antes de pasármelas. En un principio su actitud fue impertérrita pero después pasó a ser hostil. Se dirigía a mí con monosílabos: oiga, tome, llamada, etc.
Una de las escasas veces que el Departamento de Personal se reunió en pleno fue para celebrar el cumpleaños del gerente, señor Cisneros. Llegué tarde a la fiesta y, para disimular mi tardanza, apenas entré le pedí bailar a Nancy, la otra secretaria. Aceptó a regañadientes.
—¿Quién eres tú realmente, Sandro Martínez?— preguntó después de un minuto — No matas una mosca, pero parece que eres un granuja.
Pensé que era una broma, pero cuando se detuvo y continuó encarándome, dejé mi estúpida sonrisa para explicarle que todo se debía a que andaba huyendo de alguien que no quería aceptar el fin de nuestra relación. Que no eran varias mujeres, sino una sola que me llamaba. Se hacía pasar por varias para no parecer impertinente.
—Pues eso díselo a Élida, porque está a punto de informarle a Cisneros, a Herrera y hasta al mismo Teixidor, el Gerente General. Ya no puede más con tantas llamadas. Le quitan tiempo y no está haciendo bien su trabajo. Le han llamado la atención dos veces. Martínez, ponte las pilas porque te van a botar. Le agradecí por pasarme el dato y por bailar conmigo, que en ese momento era como bailar con la peste.
Élida estaba sentada charlando con Diana, la secretaria de Gerencia.
—¿Me permites? Le extendí mi mano.
Me miró con estupor. Dudó. Buscó escapar, pero se encontró con los ojos de Nancy.
—Ely— le dijo —necesitas escucharle, para no cometer una equivocación.
Bailamos una salsa. Me gustaba cantar mientras bailaba, pero esta vez no lo hice. Estaba nervioso y sin saber por dónde empezar.
Al final no fue una, sino tres piezas las que bailamos. Primero me disculpé por afectar su trabajo. Después le convencí de que no era un rufián como ella pensaba. La última salsa la disfrutamos sin hablar. Cuando terminó, sudorosa, Élida me dijo que tenía que irse. Era las once de la noche. Me ofrecí a acompañarla a tomar su taxi. Aceptó. Afuera hacía un fresco agradable, así que caminamos hasta la esquina, y seguimos otra esquina y así otras quince más. Hablamos de todo. De ella, de mí. Nunca hasta esa noche la había visto reírse a carcajadas. Media hora después llegamos a su casa. Ya no hacía frío.
Nos miramos sin decir palabra. Hice una venia y me di la vuelta.
—Llega temprano a la oficina, por una vez— le escuché decir.
—Ajá— respondí.
Antes de llegar a la esquina volví la vista. Estaba ahí, mirándome. Me hizo adiós con la mano y entró. Ya no regresé a la fiesta. Me fui caminando hasta mi casa con dos ideas en la cabeza.
Al día siguiente cité a Adela. Estaba decidido. Nos vimos en el café. Ella pidió helados y yo agua. Quería ser breve. Esa noche le expliqué por qué no había posibilidad de retomar nuestra relación. Había pasado un año, y en un año toda flama termina en cenizas. Ensimismada, aceptó. Al cabo de un rato salimos, y al verla llorar la abracé. Las cosas se calentaron, perdimos el control y acabamos en un hotel de por ahí.
Esa semana y las siguientes no recibí llamadas. Los días fueron cortos hasta que Élida se iba, a las tres de la tarde. Yo tenía que quedarme hasta las seis. Los días siguientes fuimos tendiendo puentes. Nancy no lo podía creer, y apenas se dio cuenta de nuestras complicidades, predijo un romance.
No se equivocó. Un sábado llamé a su puerta. Se asomó a la ventana y sorprendida me pidió que la esperara un momento. Quince minutos estuve ahí, ensayando cuál sería la forma de decirle que la amaba sin que me rechazara apenas comenzar. Por fin salió.
—¿Adónde vamos? Rió, sin saber que acababa de darme pie y resolver mi problema.
Buscamos un parque. Me detuve, le tomé la mano y le dije mis argumentos y mi necesidad de ella. Élida ya lo esperaba.
Fui feliz a su lado. Era increíblemente natural y sencilla. La amé con todas mis fuerzas. Nos entregamos completamente y sin miedo. En la fábrica, se enteraron muy pronto. Cisneros me llamó a su despacho para advertirme que cuidara mi trabajo. Una relación emocional en el trabajo siempre traía problemas.
Una tarde, cinco meses después, la misma relegada voz de Adela sonó al otro lado de la línea. Élida me transfirió la llamada sin disimular su desazón.
Adela estaba en la puerta de la fábrica.
—Solo será un par de minutos. Probablemente quiere devolverme algo— traté de calmar a Élida.
Sí, fueron dos minutos, pero no me devolvió nada. Adela estaba embarazada.
Al día siguiente, el sábado, no la llamé. Busqué a Coco, le conté y me dejó emborracharme con él. El domingo llamé para decirle que pasaría por su casa a las tres. Élida estaba enfadada. Yo todavía no podía controlar mi pulso, de tanto ron barato que había bebido.
— Así no me vas a besar— repitió, con una cáustica sonrisa.
Llegamos al Parque Kennedy. Eran las cinco. La miré profundamente y le conté toda la verdad. Ella no merecía un hombre con tantos problemas. Yo la amaba, pero no tenía derecho… Élida me interrumpió.
—¿Esa es tu noción de amor? No entiendo, pero si has tomado tu decisión, sin escucharme, no voy a esperar a que me sigas haciendo daño.
Súbitamente estiró su mano, paró un taxi y se marchó, sin que yo intentara detenerla.
Al día siguiente, renuncié al trabajo. Cisneros me escuchó y lamentó haber acertado.
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