Primera parte LOS PIES EN LA JOROBA Capítulo 1
Publicado el 06 febrero 2013 por DescalzoEL VIAJE DE BRENDA OLOS PIES DE LA NOVIAPor Ricardo Iribarren
Capítulo 1Los Pies en la Joroba
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A Pilar y "Otros Mundos"
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“Quizá en la referencia sobre el Bhagavad-Gita se haya iniciado todo”
— Señorita, parece una reina — dijo la criada a su ama. Brenda pestañeó mostrando sus ojos azules, resaltados por la peluca platinada y se movió, agitando con un suave frufrú el vestido blanco con brocados y la falda con pasamanerías de seda, larga hasta los pies; entre los volados, sobresalían apenas las botas azules
— Amelia, no quiero parecer una reina. Tan sólo una novia
La madre de Brenda, doña Asunta, no estaba de acuerdo en que usara esas prendas para el viaje. El trayecto era largo. El vestido llegaría destrozado.
— Madre, mi ropa debe reflejar mi interior. No importa lo que ocurra; el destino protegerá las prendas.
— Me preocupas, Brenda. Yo no te puedo acompañar debido a mi pierna. Está muy hinchada en estos días. No es bueno para tu virtud que viajes sin compañía, en especial cuando debes alistar los detalles de la boda.
— La virtud, madre, no depende de las costumbres, de la moral, de la Iglesia ni de lo que piensen los demás. Es un movimiento interior. Si mi prometido no lo entiende así, que suspenda el matrimonio. Sabes que mi modelo es la Emperatriz de Austria, Isabel de Wittelsbach. Ella odia el protocolo, fuma, viste como quiere y se presenta descalza en los lujosos salones.
Doña Asunta negó con la cabeza. No estaba de acuerdo con esas nuevas ideas, pero sería inútil discutir. Suspiró y miró a su hija con ternura: Brenda estaría afuera un par de semanas, se alojaría en la casa de la familia de su novio y completarían los preparativos de la boda. El otoño anterior, ella había realizado el mismo viaje para conocer a los padres de Pablo y constatar que se trataba de gente piadosa. Ahora Brenda la asustaba; el rostro cubierto por maquillaje traído de Francia; mirada retadora; cuerpo tenso, afrontando el mundo como un enorme desafío. No correspondía al modelo piadoso y humilde que siempre habían sugerido sus tíos obispos.
Esa tarde, cerca de la partida, la madre vio un brillo extraño que se detenía por momentos en los cabellos castaños de su hija; a veces descendía por el cuello y terminaba irradiando con fuerza desde los pies, a pesar de encontrarse calzados por las gruesas aunque elegantes botas. Tanto la muchacha como las criadas no prestaban atención al resplandor y la anciana pensó que podía ser una ilusión óptica, un engaño de su vista gastada o la preocupación que le producía la partida de la joven.
Aquel viaje era el primero que Brenda realizaba sola y al volver ya no sería la misma niña atolondrada, insistiendo en descalzarse ante cualquier circunstancia, con ese toque de inocencia triunfal en cada uno de sus actos. Asunta estaba segura que la virtud de su hija seguiría intacta hasta el himeneo, pero cuando se concretara el matrimonio, algo se rompería en ella. La anciana enjugó una lágrima; pensó en los preceptos de San Agustín, su lectura preferida, y lamentó una vez más que Brenda no hubiera escuchado el consejo de sus tíos obispos, negándose a la vida del claustro.
La muchacha esperaba el carruaje en la amplia sala de la casa: muebles antiguos de caoba y el penetrante olor de los químicos con que cubrían la madera para combatir los insectos. Había un recuerdo en cada recodo de la habitación. Durante la adolescencia sufría ante el alejamiento de la infancia; el paso del tiempo la torturaba, como si día a día alguien la azotara con ramas de ortiga. A los quince años, vestida sólo con un camisón y sin dejar de llorar, recorría por las noches los amplios jardines.
En esa época llegó Mauricia, una sirvienta de Alsacia, de unos cincuenta años, que también suspiraba todo el día al recordar su casa natal. La Brenda adolescente rechazó el hipar y el moquear constantes de la mujer, y pensó con horror que en el curso de los años, ella envejecería sin hacer otra cosa que añorar inútilmente el tiempo perdido. Una de aquellas noches, se descolgó de la ventana de su cuarto, enterró en el jardín los juguetes más queridos de la infancia y desde entonces decidió que sólo pensaría en el futuro.
Recordó también el espíritu bávaro que asomaba de la piel de su madre y la hacía inmune a todas las emociones; estaba segura de no haberla visto llorar, pero ahora, al escuchar sus últimas recomendaciones, advirtió que el ojo derecho de la anciana crecía y el iris se convertía en una extraña perla en el fondo de un lago. El izquierdo se veía borroso, con el aspecto de la luna al anunciar la lluvia; quizá cubierto por lágrimas espesas que no terminaban de asomar.
Las dos criadas y el mozo esperaban junto al coche, pintado de blanco, azul y rojo con el frente descubierto para que en esos días iniciales de la primavera, el viajero pueda sentir el viento en su rostro. En uno de los costados, un gorro frigio flameaba encima de un mástil. El mozo ubicó el equipaje en la parte trasera.
La madre de Brenda preguntó por el cochero y en ese momento, el hombre llegó de la cocina limpiándose la boca con la manga y esparciendo un fuerte olor a cerveza. El gorro de lana llegaba hasta las orejas y por debajo asomaban mechones despeinados. La nariz tenía forma de gancho y los gruesos labios se curvaban hacia abajo en lo que parecía una mueca de desprecio. Lo que más se destacaba era la joroba. Surgía del lado izquierdo de la espalda, levantándose como un monolito. El extremo estaba descubierto y mostraba una superficie blanca, orlada por bandas violetas. Brenda pensó que el hombre era la versión masculina de una bruja. Deteniéndose ante la madre de la muchacha, apoyó una rodilla en tierra y besó su mano; la joroba acompañó los gestos, como si tuviera vida propia; del interior de la chaqueta, el contrahecho sacó un fajo de papeles que alcanzó a la mujer.
— En estos documentos, su eminencia, el Arzobispo Rubiano, me recomienda para que lleve con bien a la niña en el trayecto que debe recorrer. Sé que mi aspecto resulta extraño, pero puede leer en esta carta que soy un hombre en extremo piadoso y de la más absoluta confianza de los poderosos. De mí ha dicho su Santidad en Roma, que mi cuerpo puede reflejar todos los pecados y las tendencias más malsanas, pero por alguna razón, Dios ha puesto en él un alma blanca y pura como la primera nieve del invierno. Aquí hay una nota de la señora Magdalena Isuz, dueña de la posada que se encuentra en la mitad del camino y a quien usted conoce. Ella también me recomienda. Su hija pasará allí esta noche antes de continuar mañana el viaje a la ciudad.
Doña Asunta simuló revisar los documentos; un correo de la ciudad le había alcanzado los originales. Ante la negativa de Brenda de ser acompañada por alguien de la familia, uno de sus tíos, ayudante personal del arzobispo, había escogido entre varios cocheros, concluyendo que aquel hombre era el mejor. La mujer sabía de su aspecto extraño y su joroba. El propio clérigo, al final de la carta, luego de enumerar las virtudes del recomendado, afirmaba que su caso era una prueba de la expresión de Santo Tomás: Lo deforme es la expresión de lo deiforme.
Brenda dejó que su madre se ocupe de las formalidades y ayudada por las criadas subió al carruaje. Desde allí continuó despidiéndose de doña Asunta, en una incómoda prolongación del momento de la partida; con una leve reverencia y una habilidad inesperada, el cochero trepó al pescante
— Señorita, mi nombre es Cristino y tendré mucho gusto en conducirla a la ciudad, ofreciendo mi vida si es necesario, a cambio del éxito de su viaje.
El sol brillaba en un cielo sereno y la diligencia marchaba sobre un camino sin sobresaltos. Con los preparativos del viaje, Brenda casi no había descansado y dormitó unas horas. De vez en cuando abría los ojos y veía frente a sí la joroba; en la punta descubierta, una franja violeta donde no llegaba la sangre, descomponía el sol en reflejos dorados.
Recorrían la zona del este. Los campos sembrados estaban desiertos y sólo de tanto en tanto cruzaban campesinos aislados que guiaban a unos pocos animales.
La muchacha sintió que le molestaban los zapatos. Eran nuevos, de cabritilla; en Inglaterra los llamaban Ankle Boot y habían sido elaborados en la célebre fábrica de Edward Mundsen. Primero aflojó las tiras que los sujetaban el empeine y al muslo y al comprobar que el hombre estaba concentrado en el camino, se los quitó. Hizo lo mismo con las finas medias y apoyó en la baranda sus pies pequeños, con dedos rosados. Eran populares entre los caballeros que frecuentaban lacasa materna; ellos elogiaban la fineza de los tobillos y se imaginaban con deleite los empeines, los dedos y las plantas. En las reuniones sociales, Brenda reía detrás del abanico cuando los hombres la rodeaban. Luego de besar su mano y pronunciar algunos requiebros, bajaban las cabezas para observar los pies.Su propio novio había escrito varios poemas dedicados a ellos y a un par de zapatos que lo fascinaban
Al rato volvió a sentir sueño, y a punto de dormirse le pareció que la joroba se inclinaba hacia ella. La despertó la voz chillona del cochero.
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— ¡…la vida es una lucha, señorita!. Hace unos años en la Iglesia me han permitido leer el Bhagavad-Gita, un libro traído de la India. Allí se narra una batalla, pero no una batalla cualquiera. El príncipe Arjuna es conducido a la lucha por su cochero, el dios Krishna. Él monarca tiene dudas, ya que debe matar a muchos, entre ellos familiares y amigos...
Brenda advirtió el espejo cuadrado sostenido por una varilla que se agitaba con el movimiento del carruaje. Reflejaba parte del rostro del hombre; pensó que quizá la espiara al descalzarse y retiró los pies de la baranda.
— Krishna dice que su deber como guerrero es acabar con los enemigos y que está obligado a matar por encima de los lazos de parentesco o amistad. De allí lo que le digo: la vida es una lucha.
El hombre se volvió intentando sonreír, pero sólo esbozó una mueca. Gruesas y negras gotas de traspiración bajaban desde la punta de la joroba. Brenda se sintió incómoda. No entendía por qué el cochero hacía referencia a esa historia antigua que no le importaba.
— El Gita dice que la espada no debe vacilar, aún cuando debamos matar a los que amamos…
— Disculpe, señor pero no entiendo muchas de sus palabras. Necesitaría una introducción a todo esto.
— El dios habla de los yogas o caminos. El que corresponde a Arjuna, es el yoga o sendero de la acción que corresponde a los guerreros. Existe también el Bakhti o yoga del amor… a propósito, ¿cómo anda usted del amor?
— De eso ando bien. Me voy a casar.
— Entonces usted, como Arjuna, va a librar la gran batalla, en la que deberán caer amigos o parientes, ya que todos son expresiones del mismo ser con diferentes máscaras.
— No estoy de acuerdo. Usted me habla como si el matrimonio fuera una guerra, y no lo creo así.
— El amor es una batalla, lo mismo que la vida.
Muchos años después, en los comienzos del siglo XX, Brenda recibirá en su mansión a Terencia, amiga de muchos años y entusiasta de las doctrinas de Mesmer. Ella comentará aquel primer diálogo con el cochero.
— Una técnica de hipnosis consiste en iniciar la charla con un fragmento de conversación que la otra persona no entienda, pero que resulte atractivo — explicará Terencia — Quizá en la referencia sobre el Bhagavad-Gita se haya iniciado todo. Una referencia a situaciones exóticas y lejanas; el recurso de abrir entradas a mundos virtuales para que la persona pierda el sentido de la orientación.
Las dos mujeres estarán ubicadas en la glorieta del extremo sur del jardín. Desde allí verán a los criados afanados para preparar el almuerzo: codornices en su jugo. Terencia estará un poco pálida a pesar de haber dormido bien; de tanto en tanto interrumpirá la charla y mirará la silueta de la luna en el cielo azul, que se mostrará levemente torcida, quizá por una sutilrefacción de las nubes.
El cochero hizo silencio y Brenda volvió a dormirse. La despertaron voces de hombres; varios guardias a caballo habían detenido el carruaje.
— ¿Dónde se dirigen? — preguntó uno de ellos.
El cochero habló con voz de falsete
— Vamos a la Posada de la Dama Descalza, propiedad de doña Magdalena Isuz.
— Debe cuidarse de Erick el Rojo, el famoso ladrón de caminos. Puede golpear en cualquier momento y en cualquier lugar. Es muy peligroso; no se aparte del sendero público.
Partieron. Un suave olor a cítricos llegaba de la joroba. Brenda sentía rechazo, pero no podía dejar de mirarla fijamente. El diseño violeta de la punta reproducía una boca y un par de ojos.
Cuando la posada se perfiló en la distancia, la muchacha se puso rápidamente los zapatos. El cochero condujo el carruaje al patio, buscando agua y comida para los caballos.
La recibió Magdalena, dueña del lugar, amiga de Brenda y de su familia. De cabellos rubios y rizados, el rostro era redondo, con mejillas rojas y un hueco a la altura del mentón que se ensanchaba con la risa. Su nariz era alargada y los labios pequeños y rojos, tenían la forma de un corazón. No llegaba a los cuarenta años y muchos la consideraban demasiado joven para estar al frente de una posada como aquella. Abrazó a Brenda.
— Querida muchacha, bienvenida a mi hogar. Guardé la mejor habitación para ti. Como verás, el lugar está llena de gente y por ahora debo ocuparme de todos, pero ya tendremos un momento para conversar.
La posadera llevaba un traje ocre, con mandil azul y una cofia. Debajo de la larga falda, mostraba sus pies descalzos, rosados y pequeños. Acompañó a Brenda hasta una habitación en el segundo piso; paredes blancas, mobiliario escaso y preciso. Una lámpara de aceite estaba encendida y a través de la ventana refulgía la luna creciente. Magdalena hizo sonar una campanilla y casi enseguida llegó una joven de no más de catorce años. Vestía traje blanco, con cofia y también estaba descalza.
— Ella es Hipólita. Te hará compañía en la noche. Si necesitas algo, no tienes más que pedírselo. Ahora debo dejarte, Brenda. Como verás, tengo mucho trabajo y no puedo confiar todo en la servidumbre, pero más tarde conversaremos. Cuando te acomodes, Hipólita te servirá la cena. No te acerques a la cantina. Los hombres beben mucho y son groseros.
Brenda no apartaba los ojos de los pies blancos de la mujer que asomaban debajo de la larga falda.
— ¿No es malo que andes descalza?
Se mordió los labios. Ella también acostumbraba a andar sin zapatos en su casa y ahora repetía a Magdalena las reconvenciones de su madre .Antes de contestar, la posadera miró a todas partes para comprobar que no la escuchaban.
— Es la consigna de mi Cofradía… más tarde conversaremos
En ese momento la llamaron y tuvo que alejarse con rapidez Hipólita cargó las maletas y acompañó a Brenda al interior del cuarto.
— Señorita voy a alistar su cena — dijo con una reverencia — Póngase cómoda. Yo la espero abajo.
Brenda cerró la puerta. El miriñaque se había insertado en su cadera derecha produciéndole un dolor intenso y le costó quitárselo, de modo que eligió un vestido más cómodo, y acorde al lugar.. Por un momento pensó que su madre tenía razón; aquella no sería una indumentaria adecuada para el viaje. Práctica en aflojar el corsé, no necesitó de ayuda para hacerlo.Al terminar sintió hambre y decidió bajar. Hipólita la esperaba al pie de la escalera y permaneció junto a ella mientras cenaba.
Desde la silla, Brenda pudo ver lo que ocurría en el salón rectangular de la taberna. De un lado estaba el mostrador y del otro un par de largas mesas en las que los hombres bebían sin parar. Cristino iba de grupo en grupo. Su joroba era tan alta que a veces tropezaba con las luces que colgaban del techo. Los demás la palmeaban, la pellizcaban o reían de ella,. Un niño saltó hasta tomarse de la giba con ambas manos y balancearse como un mono.
Al terminar la cena, la criada la acompañó a su cuarto.Apagaron la lámpara y conversaron bajo la luz de la luna que entraba por la ventana.
— ¿Sabes quién es Sissi? — preguntó Brenda y la joven contestó que no con la cabeza — es la Emperatriz de Austria. ¿Quieres que te cuente sobre su vida?
La chica asintió y Brenda habló durante una hora acerca de la soberana, de su negativa al protocolo y el hábito de fumar como un hombre. Describió la displicencia altiva con que la reina tomaba los romances de su marido.
— Recientemente su hijo, el príncipe heredero Rodolfo se ha suicidado con su joven amante, la Baronesa María Vetsera en el refugio de caza Mayerling. Eso fue para ella la destrucción. Me asombra que tú y Magdalena anden descalzas ya que esto es costumbre de la Emperatriz y cuentan que en el palacio obliga a todos los criados a andar sin zapatos.
Hipólita no entendía mucho de lo que decía Brenda, pero escuchaba atenta con ojos muy abiertos y asintiendo con la cabeza. Era la primera vez que una dama hablaba con ella de igual a igual sobre las costumbres de los poderosos. Finalmente su cabeza cayó hacia adelante y quedó profundamente dormida.
A Brenda le costó conciliar el sueño. De vez en cuando se levantaba y miraba la luna. Hasta el momento, su vida había transcurrido en la casa paterna, tejiendo junto a su madre y extrañaba la libertad que nunca había tenido. Ahora sus ojos se perdieron en los lindes del bosque; la noche ofrecía posibilidades interminables, pero el recato de una joven que estaba por casarse, le impedía salir e internarse en los senderos. Luego de su matrimonio, el tiempo correría entre fiestas, clases de piano y la crianza de los hijos. Hubiera deseado una vida salvaje, llena de peligros. En algún lugar, más allá de esos árboles, empezaba la tierra de los bandidos, crueles asaltantes de carreteras, aunque se comentaba que tenían por norma hacer felices a las mujeres. Brenda fantaseó durante un rato en ser amante y esposa de uno de ellos. Quizá perdiera las comodidades que había tenido hasta ahora, pero viviría plenamente la vida. La leyenda contaba que a poca distancia de aquel lugar, Erick el Rojo, seudónimo de un terrible bandido al que nadie deseaba nombrar, tenía su refugio: una verdadera ciudad a la que no podían entrar ni la policía ni el ejército.
Con un suspiro, Brenda se apartó de la ventana y decidió arreglar sus pies. El sacerdote de la iglesia afirmaba que ocuparse de una parte del cuerpo era vanidad, pero la muchacha estaba orgullosa de ellos. Había heredado las líneas de su madre: empeine alto, arco profundo y dedos suaves, casi trasparentes. Con una pequeña cuchilla y una lima traída de Londres, cortó y emparejó las uñas. Luego extendió en los empeines y las plantas capas de crema elaboradas por las criadas con glicerina e hierbas recogidas en el monte, que garantizaban la piel lisa y brillante.
En la charla que muchos años después mantendrá con su amiga Terencia, la misma insistirá que Brenda fue víctima de una complicada hipnosis, y el sueño de esa noche habría sido otra de las piezas claves.
— Mesmer dice que se puede imantar una pieza de metal, cargándola con un sueño que el hipnotizador elige. Al sumergirla en un vaso de cualquier bebida se logra que las imágenes se desaten esa misma noche en la mente de la persona que la beba. El sueño inducido introduce el mundo de la noche en tu vigilia y te hace vulnerable. En el vino que bebiste en la cena han hundido una barra imantada y quizá fue esa chica que mencionas, Hipólita, por orden de su ama.
La Brenda del futuro escuchará aquello con una sonrisa y no afirmará ni negará las palabras de su amiga Ambas beberán té sentadas en la “Sala de los Cristales”, La luz del sol al atravesar las ventanas, caerá sobre túmulos de cristal traído de Mongolia y se descompondrá en una multitud de fragmentos. Aquel efecto había sido creado por el propio Le Corbusier, quien diseñara la mansión..
A poco de dormirse, Brenda se soñó despierta en la misma habitación de la posada. No estaban el cochero, Magdalena ni la doncella y la puerta que daba al pasillo golpeaba rítmicamente contra el marco, de modo que se levantó y la cerró. Durante un rato siguió con la mirada las sombras que se perdían en el oscuro bosque y respiró profundamente con una súbita sensación de paz.
No era frecuente que en un sueño pudiera observar las manos ni los pies que emitían un resplandor extraño. Los examinó con atención: la luz se iniciaba a pocos centímetros de la piel; recorría los empeines, giraba hacia la planta, trepaba por los tobillos, se perdía en la pierna y pasaba de un verde luminoso a un plateado casi azul, idéntico al brillo de la luna que entraba por la ventana.
Sabía que estaba soñando, pero las sensaciones eran tan intensas como en la vigilia. Recordó un juego de niña: de sentir el dolor de un pellizco, sería señal que estaba despierta. Ahora llevó su mano al pie derecho y tocó la piel donde la luz subía y bajaba. Se pellizcó el empeine, cerca de la pierna; el dolor se extendió hacia los dedos y tomó la forma de mariposas rojas que se perdieron debajo de la piel.
— Es muy infantil, producirse dolor para saber si uno está soñando — dirá Terencia, la amiga de Brenda, años después en la sala de la mansión —En la escuela de Mesmer, he logrado el control casi absoluto de mis sueños, debido a la presencia intacta de toda mi energía y puedo decirte que ellos son otra realidad, tan decisiva para nuestras vidas como este ámbito cotidiano.— Eso ya lo sé querida amiga — responderá Brenda con una sonrisa que acentuará los pequeños hoyos en sus mejillas — también puedo decirte que el mundo de los sueños se encuentra en nuestros pies…
Al decir esto, Brenda adelantará sus plantas calzadas con gruesos botines acordonados debajo de los cuales se observarán un par de medias negras de espeso algodón.
— Es cuestión de encontrar el punto en que el sueño se revela como una realidad falsa. Y lo mismo ocurre con lo que llamamos vigilia: todo es sueño, todo es falsedad si quieres mi autorizada opinión, te diré que la figura que ocultaba la aberración del vidrio, era la fuente que mantenía tu hipnosis. Se trata de un objeto o una persona que participa del mundo intermedio donde te lleva el hipnotizador y que a la vez pertenece al mundo que llamamos “real”; es un centro que absorbe tu realidad, tu energía, como los restos del acero orientados por la fuerza del imán
Satisfecha por su explicación, Terencia morderá un enorme trozo del bollo lleno de dulce, beberá un sorbo de té y seguirá escuchando el relato de su amiga.
El brillo de los pies de Brenda aumentaba momento a momento y con cada uno de los pasos, gusanos luminosos escapaban y corrían a esconderse en los resquicios de las paredes. Bajo la luna que entraba por los vidrios, vio las sábanas blancas de la cama. De encontrarse en un sueño, se vería a sí misma durmiendo pacíficamente, pero el lecho estaba desierto y se preguntó si aquello no era un ataque de sonambulismo. Cuando advirtió que no estaba sola, ya era tarde. La rápida sombra se arrojó sobre ella y un par de manos la sujetaron.
— ¡No te muevas ni respires! Vendrás conmigo.
Sintió algo frío en la garganta y supo que era la hoja de un alfanje. El desconocido la cargó en brazos, saltó por la ventana y se deslizó por una escala hasta llegar al prado que se extendía frente a la posada.
— … voy a quitar mi mano de tu boca. No se te ocurra gritar. Si lo haces, te corto el cuello.
El hombre despedía un fuerte olor a tabaco, vino y sexo. Por encima de su miedo, Brenda pensó en Pablo. Antes de abrazarla demoraba diez minutos en quitarse los guantes y siempre olía a colonia que traían para él de la campiña francesa. Se vio a sí misma desde el aire en los brazos del ladrón. Era una mancha blanca, frágil y supo que el hombre era el propio Erick el Rojo
Desde lo alto vio la giba flotar en el aire de la noche. De ella se desplegó la figura de Cristino. El jorobado ladró con furia. Erick el Rojo soltó a Brenda y desenvainó una espada que destelló bajo la luna. La joroba se emancipó de la espalda del contrahecho, flotó en el aire unos momentos y golpeó al ladrón en la cabeza hasta desmayarlo.Una parte de Brenda lamentaba que la hubieran rescatado; sentía curiosidad por ver como terminaba aquello, dónde la llevaría el ladrón, pero el cochero flexionaba las rodillas y reía, blandiendo la giba como un florete.
El resto fue confuso; la joroba, que parecía moverse por sí misma, tenía una boca redonda que al inclinarse rozó los pies desnudos de Brenda. Luego Cristino la tomó de la cintura, la cargó en sus brazos y subió con ella por la escalera que parecía sostenerse del aire de la noche.
Brenda se vio a sí misma con el camisón desplegado a modo de alas y cayendo a un pozo profundo y oscuro.
Cuando despertó, la luna seguía brillando. Sintió que era la vigilia, pero no estaba sola en el cuarto. Allí estaba el Cochero. La joroba parecía haber crecido; bajo la luz de la luna que entraba por la ventana, llegaba hasta el techo de la habitación, moviéndose cadenciosamente de un lado al otro.
Brenda se cubrió el pecho con las frazadas.
— ¿Qué hace aquí? ¿Qué quiere?
— El ladrón se acaba de marchar la he salvado de un secuestro.
— Fue un sueño Usted debe marcharse.¿Quién lo autorizó a entrar a mi habitación?
— ¿Y cómo pude saber lo que soñaba?Por ahora estamos a salvo, pero afirmo que antes del amanecer, usted acariciará mi joroba con sus plantas.
A pesar de estar cubiertos con la sábana, Brenda retorció los pies, tratando de esconderlos.
— ¿Por qué dice eso?
— Es una afirmación espiritual, no sensual. Sus pies son perfectos, deliciosos. Ellos resumen la totalidad de su belleza que es mucha. Mi giba es monstruosa, es el ejemplo de toda la fealdad del mundo. Lo que usted desea es que mancillen su pureza, quiere sentir el goce del monstruo arrasando a la bella y engendrando el mundo que habitamos. Y para eso nada mejor que sus pies en mi joroba como un símbolo universal
— ¿Quién le dijo que yo quiero eso…?
Antes de hablar, Cristino se acercó a Brenda y dejó ver sus dientes torcidos. La muchacha se apartó instintivamente, esperando sentir un aliento hediondo, pero lejos de eso, percibió un fuerte aroma a clavo de olor, como el usado para combatir dolores de muelas.
— Soy el encargado de guiarla, como hace milenios hiciera Krishna con Arjuna. Soy su guía deforme hacia la luz que la espera al final de cualquier camino. Quizá vea en mí conductas que la confundan, pero sepa que tanto una piedra como una caricia que lleguen de mis manos serán un avance para usted, un paso adelante en su camino…
En ese momento, un resplandor golpeó la ventana; en el cielo un círculo enorme, rojo y amarillo giró furiosamente
— Algo debía servir de base a la sugestión —insistirá su amiga en el futuro — es posible que en la joroba, el cochero escondiera un gigantesco imán del cual surgieran ondas magnéticas que alteraran tu percepción para obligarte a que hagas cualquier cosa.. Lo importante de todo esto es tu confusión acerca del sueño: fíjate que la realidad cambia cuando tú dudas si estás soñando. Esa duda es una disminución de tu energía, diría Mesmer… pero créeme: la joroba era la fuente de tu sugestión.
Brenda la escuchará pensativa.
— Debes saber Terencia que en el sueño, cuando la joroba se inclinó hacia mí, pude tocarla y era blanda y firme como tejido humano.
— Mesmer habla de un tejido de metal que puede intercalarse con el humano…
Terencia seguirá con sus especulaciones hasta pedir a su amiga que continúe con el relato
Los ojos de Brenda se cerraban, pero procuraba no dormir. El vértigo y una intensa sensación de peligro llegaban de sus pies.
— ¡Viajemos!, ¡viajemos! — Escuchó desde lejos la voz aguda del cochero. Tan sólo podía ver la joroba, emancipada del cuerpo, moviéndose rítmicamente, como si practicara una absurda coreografía.
— ¡Viajemos…! ¡Viajemos!.
— ¿Viajar? ¿A dónde?
— ¡Viajemos a otro mundo que tiene las mismas ciudades y las mismas personas que amamos y a la vez odiamos!.
No se resistió cuando el jorobado la tomó entre los brazos.
— No deberá llevar calzado — dijo a su oído — No lo necesitará durante el viaje.
Brenda aspiraba ocultar sus pies que seguían brillando; aquel resplandor le producía una profunda vergüenza.
Tras la ventana, estaba la misma escalera que había usado el ladrón en el sueño. Lentamente, aunque con agilidad, a pesar de la giba, Cristino descendió peldaño a peldaño hasta llegar abajo. El carruaje se había convertido en una diligencia descubierta y arrastrada por caballos blancos. Luego de sentar con cuidado a la muchacha en el asiento, el cochero subió al pescante y condujo en la noche iluminada por la luna que había vuelto al cuarto creciente. La joroba seguía flotando a unos centímetros de la espalda del conductor, mientras que los pies de Brenda continuaban arrojando destellos rojizos.
Atravesaron largos campos de flores pardas y violetas y una bandada de loros amarillos los escoltó durante un trecho. En los campos, vacas, toros y unicornios, comían hierbas plateadas.
Se cruzaron con caravanas de hombres azules y verdes que brillaban al marchar lentamente, entonando viejos cánticos. A ambos lados del camino se levantaban arbustos con rostros humanos y garras; extendían sus ramas y procuraban inútilmente detener el carruaje.
Llegaron a la ciudad con las primeras luces del día. Cuando atravesaban los suburbios, Cristino detuvo el carruaje y se volvió hacia ella. Los ojos brillaban y los labios se curvaban en una mueca. De la chaqueta, extrajo un estilete nuevo, plateado, de hoja larga y fina que relumbró bajo la luna. En la empuñadura, lucía el altorrelieve de un par de femeninos pies desnudos.
— Va a necesitarlo.
Brenda se negó. Las armas siempre la habían asustado.La fina hoja refulgía hasta encandilar. Como la joroba, le producía rechazo y fascinación. Cristino detuvo el carruaje.
— Tome el Estilete de las Descalzas. Si no lo usa me lo devolverá Mi joroba y yo estaremos atentos a sus actos.. La luna, que es la giba de la noche, ha abierto los ojos y espera su decisión.
Brenda obedeció.. El acero estaba tibio y parecía palpitar. Con un estremecimiento, lo guardó entre las ropas.
Antes de llegar, sintió el perfume a lavanda francesa que flotaba en el aire. Pablo esperaba de pie, vestido con levitón y guantes. Al detenerse el carruaje, hizo una reverencia a modo de saludo y luego la ayudó a bajar. La reconvino por andar descalza; podría dañarse los pies.
Las plantas de Brenda habían pasado de los destellos rojos y rutilantes, a un brillo estático, entre azul y plateado, del mismo tono que la luna. Cuando terminó de descender, el jorobado adelantó el coche con la intención de dejarlos solos. Ellos se abrazaron discretamente. Una novia que llega a aprontar los detalles de su boda. Una pareja saludándose — se repitió mentalmente Brenda y se sintió flotar, viendo el movimiento de su boca que hablaba, aunque no tenía consciencia de las palabras. Nubes tenues volaron a su lado y un súbito y gélido viento hizo que ocupara el cuerpo con una sacudida. La recibió el aliento de Pablo; estaban muy juntos, con los labios casi pegados.
Sintió el corazón de su novio latiendo como una pasa y se vio a sí misma en el futuro; rostro avejentado, labios caídos y una expresión de desesperanza en medio de un enjambre de niños. Intentó escapar del abrazo, pero las manos de Pablo la sujetaban con fuerza y los ojos la miraban fijamente. Movió su mano derecha y encontró el estilete que le había dado Cristino.
— ¿Serías capaz de matar por mí? — preguntó por lo bajo a su novio. Él la miró sorprendido.
— ¿Cómo dices…?
— …porque te digo que yo soy capaz de matar por mí.
Sacó el puñal y lo clavó en el pecho de Pablo. No tuvo que esforzarse; la hoja fina y resistente, atravesó las costillas y entró con suavidad en el corazón. Su novio la miró con asombro, sin llevar las manos a la herida ni caer. Estuvieron así unos segundos, uno frente al otro. Los ojos de Pablo se convirtieron en bolas de vidrio y el cuerpo empezó a enfriarse.
— Suba, señorita — es momento de irnos.
Cristino había bajado del coche y la ayudó a trepar. Volvió a ocupar el pescante y dio la orden a los caballos que cabalgaron rápidamente. Ella se volvió y vio a Pablo en la acera, de pie, con los brazos abiertos en el gesto de estrecharla. Frente a Brenda, la joroba crecía aún más y la luz de la luna se concentró en la punta roja, con leves estallidos de luz.
Los pies de la novia emitieron jubilosos y pulsantes destellos amarillos.
Ricardo Iribarren
Código: 1212144196665
Fecha 14-dic-2012 14:58 UTC