Los síntomas que alarmaron a Marino Blanco, panadero de profesión, fueron los que aparecieron en ocasión del reencuentro de compañeros del secundario, cuando al acercarse al parrillero donde se estaban asando los pollos, creyó ver entre las brasas a diminutos delfines azules danzando un tango electrónico.
Tal fue el asombro que le pidió a Bonifacio Andrada que le confirmarse cómo veía la parrillada.
- Para chuparse los dedos Marino, este Pablito cada año asa mejor.
Unos días después, mientras llevaba a su hija al trabajo en el utilitario con el que hacía el reparto, estuvo seguro de observar que uno de los semáforos tenía el aspecto de una jiraba. Fue tal la sorpresa, que cruzó en rojo y se llevó puesto un colectivo. Por fortuna, no hubo heridos.
En su cumpleaños cincuenta y cinco, confundió las velas de la torta por odaliscas turcas que lo saludaban sensualmente. Esa Navidad, disfrazado de Papá Noel, se subió a un barril de chopp seguro que era el trineo y que estaba en pleno vuelo repartiendo regalos.
Su mujer comenzó a sospechar que algo sucedía con él. El propio Marino le confesó entonces las cosas que creía ver. De mutuo acuerdo, acudieron a un neurólogo. Le efectuaron las pruebas pertinentes sin encontrar nada raro. Sin embargo Marino seguía sufriendo las alucinaciones. Sin ir más lejos, en plena tomografía pensó que había muerto y lo habían enterrado.
El colmo fue para Pascuas. Hizo todas las roscas cuadradas, pensando que era un gigante dueño de vacas diminutas y que lo que estaba haciendo, eran pequeños cercos de madera para mantenerlas encerradas.
Fue pasando de especialista en especialista, de examen en examen, hasta caer en el psiquiátrico.
- ¿Es permanente, doctor? - le preguntó la mujer al profesional a cargo del pabellón de Marino.
- No le sabría decir, avances no hay. Hace un año que lo trajo señora y cada día es una experiencia nueva. Ayer mismo se trepó al tanque de agua en un descuido y saltó hasta el patio. Diga que creía ser una pelota, que rebotó y se salvó de una muerte segura.
La mujer lo miró con recelo.
- ¿Usted me está tomando el pelo? ¿Cómo que se tiró del tanque de agua y rebotó?
- Si, obviamente si se cree una pelota, va a rebotar. A menos que fuera una pelota pinchada, que no lo era.
- Doctor, no estoy para bromas. Se trata de la salud de mi marido.
- ¡Cómo le voy a estar haciendo una broma, señora! Agradezca que no alucinaba con ser una roca. Hoy estaríamos en su velorio.
- ¡Doctor!
- Señora, me sorprende que no pueda ver el lado positivo de la demencia que sufre su esposo.
- No puedo creer este diálogo.
- Mire, mire por la ventana. Hace un rato se creía una catarata de agua.
Ella se puso de pie y observó. Su marido colgaba de los pies desde una ventana y a través suyo podía ver como subían y bajaban peces, como si realmente allí hubiera agua.
- No... no puedo creer lo que veo.
El doctor se puso de pie y observó también.
- ¿Qué es lo que ve?
Ella le contó.
El semblante del doctor cambió. Se acercó a la mujer de Marino y le tocó la frente.
- ¡Por Dios! ¡Hierve señora! Ahora me explico como no entiende lo que le digo. ¡Y ver peces, por Dios! Está claro que ahora su esposo ha dejado de sentirse una catarata y lo que está haciendo es su versión de un murciélago. ¡Peces! ¡Por Dios, señora! Por suerte estaba acá. Los primeros síntomas son los más difíciles de detectar. Y agradezca que siempre tenemos una habitación vacía en esta institución.