Principesa II

Publicado el 13 abril 2015 por Judith Vayo @JudithVayo
PARTE I
Cierto día, como otro cualquiera, nuestro héroe y Adam Benett compartían el lecho de flores y vegetación que les mecía en su fugaz amor. Se despidieron con un puro y casto beso y se dirigieron cada uno a su reino.
El padre de Benett, rey de Dunham, no famoso por su indulgencia, vio a su hijo vestido de manera desordenada y sin colocar su camisa bajo el pantalón. Le preguntó la razón de esta actitud que un príncipe no debería tener, y Adam se limitó a inventar excusas que su padre no creyó. 
Un día en los que el joven se adentraba en los bosques y desaparecía hasta el ocaso, el rey de Dunham le siguió y lo que halló hizo crispar sus nervios: su hijo encamándose en medio del bosque... ¡con otro hombre! "¡Válgame Dios, qué hijo tan mal nacido me he merecido!" pensó el rey, lleno de ira. "El castigo al que le condeno es a la muerte. ¡Ningún hijo mío vivirá para cumplir desacato!"
Adam se dirigía a su frío hogar tras estar al calor del amor durante la mayor parte del día. Incluso se había bañado en el río con su héroe, con su dorada melena, su príncipe. Estaba rebosante de felicidad, supuraba bienestar por todos los poros de su piel. Se sentía cada vez mejor y por fin tenía una verdadera razón para vivir. Su padre quería hacer de él un gran y poco generoso rey, y él no quería nada de eso. Le bastaría toda una vida en los bosques con su amor. ¿Pensaría el rubio en él alguna vez? Cada noche se preguntaba eso asomado a su ventana, esperando que allí apareciera y se lo llevara sin esperar respuesta, como si de una ráfaga de viento se tratase, como si hablásemos de un beso robado, rápido, raudo, que no espera respuesta pero es bien recibido. Que sorprende gratamente, que se desea con el alma y se espera con ganas. 
Adam llegaba a su castillo cuando toda la guardia le acorraló justo en la entrada y apareció su padre. Le explicó lo que había visto y cuál era su condena, a lo que Adam, acongojado, respondió con excusas para salvar el pellejo. "Estaba fingiendo, padre" le decía el muy ruin. "Fingía amarlo para arrebatarle el reino al relajar su guardia por mí. Es sólo una triquiñuela, padre. Estaba esperando el momento adecuado para ensartarle mi espada y ocupar su palacio con nuestras reliquias. Sólo fingía, mi señor." Mientras hablaba, agachaba el rostro y escondía sus lágrimas. No podía creer que fuera tan cobarde como para condenar a su razón de vivir. 
Su padre, orgulloso, mandó a su hijo encontrarse con el rubio al día siguiente para tenderle una emboscada y matarlo allí mismo, prendiendo así el reino a su antojo. Adam no podía creerlo. Había sentenciado a su alma, pues se la había entregado por entera a su príncipe, a su héroe encantador.
Como todos los días, se encontraron en el bosque. Mas Adam estaba inquieto y eso el rubio lo notó. "¿Qué te ocurre, mi amor? Estás en otro mundo. ¿No eres feliz?" le preguntaba. "Soy el más feliz del mundo, soy enteramente tuyo, mi vida, no soy de nadie más. Pero me temo que te he fallado, mi dulce encantador". De repente, de la vegetación surgieron miles y miles de soldados enemigos de su reino, del reino de Dunham, y lo apresaron como si de una bestia se tratase. Ante la expresión de duda del príncipe, el rey de Dunham le explicó: "No puedo decir que lo sienta, mi Lord. Mi hijo ha hecho el gran trabajo de engatusarte durante tiempo para poder invadir tu tierra. No se lo tengas en cuenta, es culpa mía: le he enseñado demasiado bien. Estoy orgulloso, Adam. Eres digno merecedor de mi corona. Serás el rey directo del reino de Tamner. 
El rubio no podía creerlo. Su media vida, su amor, era finalmente un traidor. ¿Cómo podía ser? No podía creerlo, no quería. Tenía que haber un error. El rey de Dunham se bajó de su caballo y desenvainó su espada. Los soldados tenían al rubio sujeto por los brazos y de rodillas en el suelo. El rey acarició el bello rostro del príncipe con la afilada hoja de la espada y le hizo pequeños cortes en sus labios, sus mejillas. Adam no podía mirar, se giró con lágrimas quemando sus ojos y luego corrió. Corrió hacia su amor justo cuando el rey blandía la espada contra el corazón del príncipe. Qué dolor sintió. Pero más dolor había sido haber traicionado a su amor. Cayó al suelo con la espada clavada en el pecho, respirando entrecortado. Los soldados soltaron al príncipe y éste se abalanzó sobre Adam. "Insensato, ¿qué has hecho?" le gritaba su padre. "Mi príncipe..." intentaba decir Adam, "nunca mentí sobre mis sentimientos. Te amo. Te fallé al inventarme toda esa patraña que le conté a mi padre solo para salvar el pellejo. No puedo creer que fuera tan cobarde de inventar que no te amaba sólo por no morir con su espada. ¿Qué es morir así comparado con sufrir toda la vida sabiendo que te fallé? No me odies, siempre te amaré." Y con las últimas palabras expiró su último aliento.