El fuego obra el milagro de ver golpe a golpe cómo se doblega ese hierro recogido en alguna obra abandonada, en lo que se empeña mi imaginación. Estoy fascinada, y cansada. He de reavivarlo para que asome una cabeza de dragón, pero estoy realmente cansada.
Ni me saco el mono, pese a que me impongo a mí misma llegar como mujer a casa. La hora y el trabajo pesan en mis párpados (Averiguar cómo se apaga el fuego). Busco las llaves del coche y me voy.
Enfilo por la solitaria vía que me lleva a casa a través de pueblos dormidos y campos abonados por una luz de luna algo mortecina para principios de verano. Me encanta conducir por estas carreteras aunque esté dormida. Parece todo tan inocente a pesar del acoso de lechuzas a animales indefensos. Con la ventanilla bajada me dejo llevar por los sonidos nocturnos y el frescor del aire, ahhh, lo necesito tras tantas horas detrás del fogón. Mi mono chamuscado es testigo de ello.
En una curva particularmente cerrada, el motor deja de funcionar. El coche aún avanza unos metros antes de detenerse, frente a mi tardía comprensión. Esto sí es grave, muy grave. No puedo creer mi mala suerte, aunque sepa que no se debe a la suerte. Miro a mi alrededor, en busca, no sé, de un caballo semihumano o un centauro, qué sé yo, necesito creer en un milagro. Pero ahí estoy, a cinco kilómetros de mi cama, con semiluna, cero de energía y nada de gasolina.
Necesito colocar mi cuerpo horizontal así que me cierro el mono hasta donde me permite su cremallera rota enganchada en cabos sueltos de grasientos costurones, y despejo de hierros el asiento de atrás, cuando oigo un coche detenerse más adelante, en sentido contrario. Aguzo los oídos y sólo se percibe la noche, pero estoy segura de haberlo escuchado. No muy lejos hay una masía, podría haberse dirigido a ella, aunque vería sus luces. Me habré engañado, no tiene sentido, pero mi última esperanza me obliga a salir a investigar esa oportunidad de dormir caliente y cómoda.
Camino unos pasos y al completar la curva veo, oh sí, un coche detenido en el arcén, allí donde se ensancha para abrirse al camino hacia la masía que había recordado. Un coche a oscuras, completamente detenido. ¿Un milagro? Me acerco, y entonces comprendo. Un brazo se extiende en el asiento trasero con algo en la mano. Joder, ¡a estas horas! Menuda estoy yo para tales vaivenes, pero esta parejita me va a salvar la vida. Así que me acerco y con mucha suavidad, muuucha suavidad, para no asustarlos, golpeo con los nudillos el parabrisas delantero mientras trato de sonsacar a mi cara una sonrisa. El coche tiembla ligeramente y nada más sucede. El silencio es ahora SILENCIO.
Vuelvo a golpear con los nudillos, suave, suave. ¿Me habré equivocado de impresión? Me acerco a mirar el asiento trasero, pero la escasa luz lunar apenas me permite distinguir dos cuerpos amontonados. “Hola -les digo-, por favor, necesito ayuda, me he quedado sin gasolina”. Pero deben de haber muerto del susto. Ni un suspiro. Meneo un poco el coche mientras les pido “por favor por favor” pero no consigo ni que se les escape un pedo. Consciente de que se está convirtiendo en peor noche para ellos que para mí, continúo carretera abajo, a pie, dispuesta a llegarme hasta casa y palpando, eso sí, mi mugriento bolsillo, no vaya a dejarme las llaves de casa.