Es un consejo a destiempo, como las lágrimas derramadas al trocear cebollas: sin sentido.
Es estar al borde del precipicio, aterrado, y no tener ninguna mano a la que aferrarte para no caer... aunque nunca te caigas.
Es esa primera hoja de papel que la impresora necesita pintarrajear para empezar a funcionar y que tiras a la papelera en cuanto sale, impresa.
La incertidumbre te hace permanecer en el limbo, entre el bien y el mal. Entre la sensación de júbilo más brillante y la miseria más oscura, entre la cara a y la cara b del alma. Entre la verdad y la suposición. En el ciclo infinito del tiempo sin tiempo. En el final de una era que no termina nunca. En la portada del libro que jamás llegas a abrir y que mantienes por alguna extraña razón encima de la mesilla de noche durante meses.
La incertidumbre se hace un huequecito en nuestro estómago y se acurruca, descarada, recordándonos de vez en cuando que está ahí... igual que los domingos no permiten que nos olvidemos de los lunes. Como si tan sólo nos quedasen cien metros para llegar al final del maratón cuya meta avanza ante nosotros más y más.
Se me ocurre que para que haya incertidumbre también debe existir un fin, un propósito, ya que en el mismo instante en el que dejamos de interesarnos por algo, la incertidumbre muere.
Hoy por hoy, la incertidumbre soy yo. Y de momento no me da la gana de morirme.