Revista Diario

Prisioneros del Paraíso

Publicado el 30 agosto 2011 por Blopas

Esta es una anécdota en partes: la 34a en la saga del Dr. Kovayashi.

El largo camino a casa | Continuará…

Quién sabe qué circunstancias convierten a un hombre común en héroe. Tal vez una combinación única de personalidad, de momento y de lugar. O por el contrario, quizás existan hombres que nacen para ser herramientas privilegiadas de la Historia. Sea como fuere, por azar o predestinación, los héroes, los verdaderos héroes, están llamados a concretar planes y hazañas fabulosas. Independientemente de cuánto admiraran David y Nikola a quien les prometiera el brillo de la gran ciudad, ese hombre no dejaba de ser alguien común.

“Según mis cálculos, esto es así:..”, explicaba Kovayashi a su peludo amigo Nikola, que viajaba cómodamente montado en su hombro izquierdo. “Asumiendo que la superficie de piel que llevamos ahora descubierta es aproximadamente 2000 cm2 y que cada mosquito puede chuparnos una sola gota de sangre, que 20 gotas equivalen a 1 ml y que no podemos perder más de 1 litro sin pasar al otro lado, se necesitarían 20.000 mosquitos para morir desangrado. Eso sucedería, Nikola, si en un lapso dado tuviéramos 10 mosquitos por cm2, por ejemplo. Pero como no hay espacio físico para semejante densidad mosquitos (o de ronchas), la conclusión es lógica y es la siguiente, camarada: por más que esta selva esté infestada de mosquitos, es mucho, muchísimo más probable que muramos por cualquier otra causa antes que hiperpicados por estos insectos del demonio.”

De esa manera avanzaba el doctor por la selva ardiente, embriagado de una felicidad tal que había dejado de evaluar los potenciales peligros y los posibles caminos a seguir. Estaba regresando a su hogar y eso era lo único que, para bien o para mal, le importaba. Más aun que las picaduras de mosquitos, que las ramas espinosas o que las siempre amenazadoras boas constrictoras que pendían de los árboles.

Como tantos otros, Kovayashi había actuado dejándose llevar por sus impulsos sin sopesar de antemano las posibles consecuencias. ¿Cómo entender, si no, que nunca imaginara que ese humo que de su choza en llamas ascendía al cielo atraería hacia sí a una banda de cazadores marginales? Ahora era tarde, los sentidos del doctor sólo podían atender a la fría boca metálica de un fusil automático que se le había adherido a la sien derecha. “No voltear la cabeza… no voltear la cabeza…” se repetía mentalmente mientras los monitos se le enroscaban en el cuello. En el otro extremo del arma había un moreno de pelo ensortijado y blancos dientes que no sabían de sonrisas. Empujándolo con el caño desvió al doctor de su camino hasta que luego de unos unos 300 m apareció ante ellos, disimulado en la espesura, una especie de Jardín del Paraíso en el que decenas de jaulas que colgaban a gran altura entre las copas encerraban aves multicolores de una belleza jamás vista. El camino se tornó ancho; las ramas entrelazadas de los árboles, mayormente moras gigantes y andirobas, tejían una bóveda verde que servía de techo y ocultaba el sol. Al bajar la vista, Kovayashi detectó entre los troncos de las sarrapias las siluetas de muchos guardias más. Estaban armados.

- “¿Le has disparado a algún hombre alguna vez?”, preguntó el doctor, mas no escuchó del moreno sonido alguno. Después de un tiempo prudencial volvió a insistir.

- “¿Has matado a un hombre alguna vez?”

Continuaron caminando en silencio hasta llegar a una cabaña diminuta sin ventanas. Sin dejar de apuntar, el guardia preguntó en una lengua apenas reconocible, pero que el doctor identificó como una variante latina del arahuaco guyanense: ¿Cuál es su gracia?

- “Kovayashi. Doctor Kovayashi.”

El culatazo en la nuca lo catapultó al interior de esa cabaña hermética que, como dedujo horas después, era a la vez calabozo y corral ciego para animales. El doctor cayó de bruces sobre una argamasa caliente de barro y estiércol. David y Nikola aterrizaron sobre su espalda. Cuando la puerta se cerró, la oscuridad fue absoluta. Sin embargo, Kovayashi no se enteró de nada hasta que en mitad de la noche la puerta se volvió a abrir.

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