Problema de base

Publicado el 31 enero 2012 por Agora

La zozobra había llegado como lo hace una niebla repentina y densa que lo deja a uno desconcertado, desorientado, sin poder ver más allá del extremo de la propia nariz. Tenía la impresión de que el mundo hubiese cedido bajo sus pies y todo se le agitara, inseguro, amenazando con caer en una sima y perderse para siempre, sin previo aviso y sin tiempo para sujeciones ni planes de evacuación; súbitamente, se sintió desgraciado y vulnerable. Era la primera vez desde que conoció a Lorena; al menos, era la primera vez que lo asaltaban estas negras sensaciones estando físicamente junto a ella.

Sin querer, su existencia se le había dividido, de forma espontánea, en dos: antes y después de Lorena. Ciertamente, jamás había imaginado que tal cosa pudiese suceder, sencillamente porque no podía concebir que un tipo como él (incoloro, insípido, fofo, incluso sorprendente de tan vulgar, si esto es posible) pudiese conocer a alguien como Lorena más allá de una aséptica relación de cortesía (cimentada en saludos impersonales y frías sonrisas de ascensor); si alguien le hubiese anunciado que ella se encapricharía ni más ni menos que de su persona, encerrar a ese alguien en un centro psiquiátrico se hubiese convertido, probablemente, en su prioridad, por el bien de la seguridad ciudadana. Y, sin embargo, ese hipotético vaticinio que hubiese sido considerado un desafortunado golpe de ciego, carente de sentido, prácticamente por cualquiera, se convirtió en realidad, y él se vio inmerso en una relación que tenía todo el aspecto de ser el desvarío de un benévolo guionista de comedia romántica.

En la vida después de la llegada de Lorena, él había pasado a ser otra persona, infinitamente mejor que la de la vida anterior. Por poner sólo algunos ejemplos, se duchaba más, se masturbaba menos, las cosas molestas que poblaban su existencia cotidiana le resultaban más tolerables. Estaba determinado a comenzar a limitar las grasas saturadas de su dieta (en cualquier momento), y había dejado de ser virgen al hilo dental. Se había percatado de que la gente, personas individuales que antes le habrían dedicado un seco gruñido con trabajo, de repente incluso le sonreían levemente. Algo en él había cambiado: irradiaba felicidad. Y era una propiedad tan novedosa que le resultaba increíble estar manejándola con tanta pericia.

Sin embargo, siempre existe una contrapartida. El hombre de antes de Lorena jamás se habría confiado. El hombre de antes de Lorena era descreído, calculador, suspicaz y egoísta por necesidad. Pero ella se deshizo de aquella carcasa de un papirotazo: una sonrisa, una palabra amable, el tacto de sus dedos en el antebrazo, y él estaba desnudo, tembloroso y vulnerable como no recordaba haber estado nunca antes, y con una perpetua sonrisa bobalicona estampada en mitad de la cara. Una víctima perfecta para la zozobra. Lo más probable es que la muy perra sólo hubiese estado acechando su momento.

Maldijo el instante en que aceptó aquella idea absurda, en que accedió a escaparse con ella de fin de semana a la costa (él, que se chamuscaba con sólo ver el sol a través de la ventana, que sudaba como un cerdo por encima de los quince grados, que se moría del asco ante el tacto de la arena en la piel). Escupió mentalmente sobre el equipaje, la reserva del hotel, el mapa de carreteras. No tenía sentido; nada de aquello lo tenía, y de repente le parecía inconcebible que no le hubiese resultado obvio antes. Sin duda, debía de ser un truco, una mala pasada de algún antiguo enemigo o una broma pesada de algún reality de televisión con el que millones de telespectadores estarían desternillándose en la seguridad de sus hogares. Maldita enajenación temporal.

Los volvió a mirar disimuladamente, de soslayo, con desconfianza. Seguían allí. Descarados, frescos como lechugas en la tumbona. Horrendos. Sencillamente, no podían ser reales. Aquello no podía estar pasando. No encajaba, así de simple. Eso no podía ser parte del todo, de aquel todo precioso y delicado y elegante que se extendía al sol con gracia felina. ¿Qué demonios estaban haciendo ellos allí? ¿Por qué nadie le había advertido de que algo así podía ocurrir? ¿Habrían estado ahí todo el tiempo, desde el primer día, observándole, esperando la ocasión para descalzarse y sorprenderle con su apabullante monstruosidad? ¿Cómo podía ser posible que no hubiese reparado en aquello antes?

Con trabajo, se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y se concentró en continuar resollando, siempre sin perderlos de vista. La ansiedad le atenazaba, le robaba el aire. La tierra parecía a punto de abrirse bajo su tumbona y engullir todo lo que le había tocado en la lotería del destino unos meses atrás: aquél debía de ser el choque frontal con la realidad que en un principio había temido, casi intuido, esforzándose por mantenerse alerta. Y esta vez, Lorena no podría detener el proceso de autodestrucción que acababa de desatarse: era precisamente ella quien lo traía consigo; y lo seguiría haciendo por siempre, dondequiera que fuesen. Era cruelmente inevitable. Cada paso que ella diera sería un ominoso recordatorio de la abominación que coexistía allí mismo, al extremo inferior de sus hermosas piernas, en doloroso contraste.

Lorena abrió un ojo y lo miró con una totalmente ajena y traviesa malicia. Hey, le dijo, ¿Estás bien? Él la observó sin responder, cauteloso. Había que ser precavido, no olvidar que ellos, horroroso atentado a la estética, estaban al final de ella. Ella extendió su mano y le tocó la mejilla sudorosa con la punta de los dedos, unos dedos finos como de papel de seda. Él se estremeció, y una sonrisa bobalicona se le fue dibujando despacio en la cara. Al tiempo que él se giraba a observar su rostro y seguir sus manos, aquellos apéndices horripilantes del extremo de la tumbona se acercaron un poco a la frontera de su campo de visión y se desenfocaron ligeramente; y lo cierto es que así, borrosos y apartados, tampoco eran tan espeluznantes. El aire decidió retornar a la piscina del hotel. Después de todo, pensó, quizá había sobredimensionado el asunto; quizá se había dejado arrastrar por el pánico, que se había cebado al ver la rendija inesperada que se le ofrecía. Después de todo, quizá hubiese un hueco para aquellos miembros de desafortunada morfología en la vida después de Lorena, y quizá ésta pudiese continuar siendo igual de perfecta. Quizá aquel no fuera, pese a todo, un problema de base.

Rosa Lozano Durán