Todo comenzó como la mayor parte de las cosas de mi vida, forzado. Estudiaba yo por aquel entonces en los Salesianos de Terrassa, en plena efervescencia adolescente y bajo la disciplina de los padres. Una de las normas de aquel centro era que los expulsados de clase debían bajar al patio y hacer deporte. Debo hacer un paréntesis y explicar cómo era aquel colegio antes de seguir. Todo el complejo educativo ocupaba una manzana completa en la que se levantaban, pegados a los extremos, tres grandes edificios en forma de U, y en cuyo centro quedaba un gran espacio dedicado a las canchas de basketball, handball y voleyball, además de un campo de fútbol reglamentario en el que jugab el glorioso Dosa (Domingo Savio). Bien, decía que cuando te expulsaban de clase el castigo era enviarte al campo de fútbol y hacerte dar vueltas corriendo a su alrededor. Como el susodicho campo quedaba justo en medio de la U, todas las clases tenían vista directa al terreno de juego, o de castigo, como quieran llamarlo.
Pasé dos grandes años de estudiante en aquel centro educativo, dos años en los que fui expulsado de numerosas clases individuales y de dos asignaturas completas por curso, lo que arrojó un balance de entrenamiento poderoso. Además de esto, por aquellos años tenía una novia que me absorbía todo el tiempo libre del que dispusiera, lo que me obligaba muchas veces a regresar a mi casa corriendo a toda velocidad tras haber perdido el último, ¡y vivía a siete kilómetros de mi casa! Así pues tenemos un adolescente hormonado hasta las cejas, una novia que lo obligaba a regresar corriendo a casa, día sí, día también, con el gusto dulzón y reciente de sus babas y la sangre mal repartida, y un colegio de curas que lo tenían de tres a cinco horas semanales (mínimo) dando vueltas a un campo de fútbol bajo el ojo atento de todos los profesores que dieran clases en ese momento. Mézclenlo todo y tendrán un atleta, inconsciente, pero atleta.
Tanto así que con la edad de quince años me convencieron para que participara en una carrera popular que se celebra anualmente en mi pueblo, Viladecavalls, una carrera durísima que sube hasta un castillo en lo alto de una montaña para bajar después cruzando todas las urbanizaciones de chalets de fin de semana del pueblo. Bien, ese glorioso año de mi decimoquinto aniversario fui el tercer clasificado, en la categoría de quince a veinte años, en recorrer los doce kilómetros de recorrido total. Aún tengo la copa en casa.
Al año siguiente no corrí, no recuerdo porqué, pero con diecisiete volví a hacerlo. Por desgracia entonces ya no iba a los curas y había sustituido todo aquel entreno por otro diferente, alcohol, tabaco, trabajo y vagancia física. Una combinación poco adecuada para la práctica de cualquier deporte, así que sufrí a esa tierna edad una de las derrotas más humillantes de mi vida, por no decir la que más. Apenas en el kilómetro cuatro tuve que abandonar, subirme en el coche escoba con todos los otros derrotados de la carrera, y sufrir la humillación de hacer los ocho kilómetros restantes dentro de una furgoneta cuya finalidad era recoger a tipos igual de mal preparados que yo, y escuchar, amén de inventar, todas las excusas posibles que apaciguaran la sensación de fracaso que se había sentado con nosotros en el interior de aquel maldito coche escoba. No volví a correr hasta que tuve veintinueve años.
Cambié de gimnasio y encontré pareja, si bien ambas cosas no guardaron relación, aunque para ser justos debería decir que encontré una nueva vida, porque en aquel gimnasio un día se me acercó un tipo con unas melenas impresentables que me preguntó si podía correr conmigo. Lo repasé, supongo que emitiría algún tipo de gruñido que le hiciera creer que sí, y salimos a correr. Desde entonces es el mejor amigo que he tenido jamás.
Decía que, además de mi gran amigo, también encontré pareja y al poco tiempo ya compartíamos un apartamento en las afueras de la ciudad. Desde aquel apartamento podía bajar al cauce de una riera seca en la que entrenaba cuando llegaba el buen tiempo. Un día, sin más, mi compañera se apuntó a correr conmigo y comenzó a entrenar riera arriba, riera abajo. Ella también quería correr la carrera de Viladecavalls, y acepté, por supuesto. Después supe, tras leer su diario en un descuido, y sólo aquella vez, lo juro, que en realidad decidió salir a correr conmigo para estar cerca de mí, temerosa de que si le dedicaba más tiempo a entrenar que a ella, la dejara de querer. Hicimos la carrera del castillo juntos, en un tiempo pésimo pero con una sensación extraordinaria. La tarde que leí su diario creo que fue la única vez en mi vida que sentí, sin fisuras, que me amaba.
Por fortuna creo que nací con una flor en el ojo que nunca ve el sol (o casi nunca) y la vida me sonrió de nuevo con la que ahora es mi compañera, madre de mis hijos, y la mejor muleta que cojo alguno pudiera soñar en su vida. Cambié entonces de dieta, me hice vegetariano, escribí mi primera novela, y viaje por medio mundo, pero no dejé de correr. Hasta un día.
Volvimos los dos al trote, con lágrimas en los ojos que se diluyeron con el sudor, hasta el gimnasio, nos duchamos y nos fuimos a casa. Ya hace siete años, y raro es el día en que no hablamos por teléfono una hora.
Por qué he contado todo este rollo infumable, te estarás preguntando, y la respuesta es múltiple, pero sencilla. Primero porque tenía ganas de explicarlo, segundo porque he vuelto a correr después de abandonar las carreras por muchos meses, y tercero porque el próximo año hará treinta que corrí por primera vez la Cursa Popular de Viladecavalls. Aquella que sube a un castillo arriba de la montaña para bajar entre los chalets de fin de semana de las afueras del pueblo.
Y ayer, mientras corría en solitario dando la vuelta al recinto protegido por un muro y hombres armados en el que vivimos, pensé en todo esto, pensé en todas las cosas que me ha traído el correr, las sensaciones que vivido mientras ponía al límite mi cuerpo, los veintiún kilómetros de la media maratón de Sitges en la que alcancé el máximo de mi resistencia física y bajé de la hora y media, la euforia de aquella carrera de adolescente, la fortuna infinita de haber corrido con mi amigo en lugares como Donosti y haber compartido cientos de horas de pensamientos íntimos, profundos y banales, poder sentir la fuerza de la voluntad en forma de kilómetros recorridos, el haber domado una paciencia ínfima hasta convertirla en una paciencia minúscula, miles de pasos martillando el yunque del pensamiento propio para darle una forma menos grotesca, el aprender que tras el kilómetro cinco viene el seis y no el veinte, y el saber que en la vida, como en una carrera, lo importante no siempre es ganar, sino llegar habiendo disfrutado del paisaje y con el orgullo infinito de haberlo hecho con el esfuerzo propio.
Cecilio, prepárate porque siento que vienen cambios, pero sea como sea, el año que viene volvemos a subir al castillo del Rístol.