Revista Literatura
Proyecto Adict@s Diciembre 2012 - TÍTULO CLAVE
Publicado el 27 diciembre 2012 por Patriciao @patokataUna vez más vengo a dejar el que será el último proyecto del grupo Adict@s a la Escritura del año 2012. El proyecto de diciembre, llamado TÍTULO CLAVE, resultó ser muy interesante. Se trata de hacer un relato a partir de un título propuesto por el participante con quien le tocara hacer pareja. Previamente cada uno de los integrantes de adictos propuso un título, luego se asignaron parejas, y cada integrante tenía que hacer un relato para el título que propuso la pareja que le tocó y viceversa. En esta oportunidad mi compañera de ejercicio es Kroana, de modo que a mí me corresponde hacer un relato para su título: SENTIMIENTOS CONTRADICTORIOS, y ella, por su parte, deberá inspirarse en el título que yo propuse: DETRÁS DEL ESPEJO. Entonces, aquí les dejo el relato que me inspiró, espero que lo disfruten; quizá contenga algún que otro "uruguayismo" pero estoy segura que el texto en sí es super claro.
SENTIMIENTOS CONTRADICTORIOS Llegó al viejo restaurante con los primeros rayos de sol. Entró con paso lento, le hizo una inclinación de cabeza al encargado que se encontraba tras la barra y siguió hacía el fondo. Caminó hasta la mesa de la que ya era habitué, colocada junto a un gran ventanal con vidrios polarizados para evitar el sol abrasador, dejó el sombrero sobre acrílico blanco y se sentó, cruzó la piernas con elegancia, no sin antes arreglarse el nudo de la corbata, como era su costumbre. Con la vista perdida en algún punto indefinido sacó sin apuro el paquete de tabaco y las hojillas, en silencio se armó un cigarro y lo dejó sobre la mesa. Miró hacía el cristal polarizado, en el cual podía ver su rostro y acicalarse si era necesario, pero todo estaba en perfecto orden: el bigote negro recortado con prolijidad, la piel morena, algo arrugada pero limpia, y los ojos negros surcados por venitas rojas pero libres de cataratas. Miró hacía la barra y cuando uno de los empleados lo miró le hizo una seña con la mano, luego consultó la hora en su viejo rolex y prendió el cigarro, dando pitadas profundas. A los pocos minutos se acercó el empleado, que parecía un panadero con el uniforme blanco, y le dejó un pocillo de café y cuatro sobrecitos de azúcar; el hombre sólo usó dos, revolvió el líquido con parsimonia y lo dejó enfriar. En el interior del restaurante poco a poco el silencio se iba llenando de las conversaciones de gente que llegaba a ocupar sus mesas, del ruido de cubiertos al preparar los desayunos, los gritos de los mozos pidiendo las órdenes, una melodía que provenía de la radio que el encargado de barra mantenía encendida con el volumen bajo. Nada de lo que sucedía en el lugar alteraba la tranquilidad con la que el hombre, delgado, de mejillas chupadas y traje a rayas gris, pasado de moda, fumaba su cigarro casero y bebía el café endulzado con dos sobrecitos de azúcar. A media mañana un nuevo cliente se asomó a la puerta del local, el sol alargaba su sombra hasta el mostrador; llevaba una boina apretada entre las manos y sus ojos miraban con insistencia a su alrededor, parecía buscar a alguien, intentando no llamar demasiado la atención. Dio unos pasos y se adentró del todo en el local, estiró el cuello y miró a los costados, hacía el lugar donde el hombre del bigote parecía esconderse. Lo vio, miró desconfiado hacía todos lados y caminó hacía allí. Se paró indeciso junto a la mesa, estrujando aun más la boina, sin decir palabra. El hombre del bigote le dio un sorbo a su café y luego lo miró de arriba a abajo, escudriñando sus ropas humildes de obrero, de inmigrante sin demasiados recursos, y con una seña le indicó que se sentara. Este dudó pero al final se sentó frente a él y lo miró con ojos esperanzados. —¿Trajo lo que le pedí?—preguntó con voz ronca, propia de los fumadores. El hombre sacó algo del bolsillo de la camisa desgastada y se lo estiró despacio por sobre la mesa, era una fotografía. El del bigote la tomó y la observó, asintiendo con la cabeza. Levantó los ojos, fríos y atemorizantes, y lo clavó en la mirada asustada de su interlocutor. —¿El dinero? El otro extrajo un sobre amarillo y arrugado, bastante abultado, de la boina que traía arrugada en la mano; se lo extendió igual que la foto y aguardó. —Me costó mucho conseguirlo—dijo, y al instante se arrepintió al ver que el otro no acusó recibo y sólo se limitó a ojear el sobre, sin abrirlo demasiado. Pareció satisfecho, chasqueó la lengua y de un sorbo terminó el café. —El problema se soluciona esta noche, despreocúpese; pero ya sabe: de esto ni una palabra o de lo contrario será mi palabra contra la suya—le advirtió, sosteniéndole la mirada. Luego se levantó sin prisa, guardó lo que el hombre le había dado en el bolsillo internodel traje y se colocó el sombrero con elegancia. Antes de salir saludó al hombre tocándose el borde del sombrero, el mismo gesto que le hizo al encargado tras la barra, quien le correspondió con un leve movimiento de cabeza. A los pocos minutos el otro salió, con paso rápido, para el lado contrario, la mirada en el piso y los labios apretados; cada tanto se limpiaba las lágrimas a manotazos, intentando contener los sollozos que lo ahogaban. El del bigote se alejó caminando con lentitud, disfrutando de la mañana. Antes de llegar a la esquina se metió en una iglesia humilde que había a mitad de cuadra. Se persignó antes de entrar y en uno de los bancos próximos al púlpito de sacerdote, que a esa hora estaba vacío, se arrodilló, se hizo la señal de la cruz y comenzó a rezar. Esa noche, una mujer iba con prisa por la vereda por la que ya transitaba poca gente; en dirección contraria se acercaba un hombre bien trajeado, cuyo sombrero ladeado apenas permitía ver un prolijo bigote. Cuando ambos se cruzaron una hoja plateada destelló en el aire y, en un rápido y confuso movimiento, la mujer pegó un grito y cayó al suelo, sangrando copiosamente. El hombre miró en torno, no había nadie en la calle, sacó un pañuelo y limpió el mango del cuchillo, luego lo tiró detrás de un árbol; se arregló el nudo de la corbata, se acomodó el sombrero y comenzó a alejarse con las manos en los bolsillos, silbando un tango de moda. Ya había llegado a la esquina cuando comenzó a oír los primeros gritos y el sonido de sirenas a lo lejos. . .