Nos pasamos más de media vida haciendo planes. Siempre miramos hacia adelante, hacia el futuro. A veces, pecamos de optimistas... A veces, sencillamente pensamos que nuestras acciones, nuestros sueños, precisan que se cumplan una serie de condiciones antes de poder ejecutarse.
Siempre andamos recreando nuestro propio cuento de la lechera... Siempre pensando en que será mañana, pasado, el año que viene...
Nos vemos con nuestra casa, nuestro nuevo coche, nuestro trabajo soñado... Pero sólo lo vemos en nuestros pensamientos...
Y la peor parte está en aquella en que nos convertimos en seres totalmente pasivos. Vemos cómo la vida fluye a nuestro alrededor. Vemos como la felicidad invade los espacios a los que nosotros nos acercamos de vez en cuando.
Pero la vida nos ha repartido unas cartas que no nos permiten hacer otra cosa que subsistir. Creemos tener responsabilidades que planifican nuestro día para que no podamos hacer aquello que sabemos nos hace felices. Sí. Quizás seamos felices de alguna manera con ese tipo de vida, pero siempre tenemos la consciencia de que nos estamos dejando algo en el camino.
Hacemos planes. Creamos proyectos.
Vivimos con la seguridad de que llegarán tiempos mejores. Nos hacemos la promesa de que mañana será diferente. La semana que viene empiezo. Este nuevo año será diferente. Pero seguimos nadando en el mismo sentido. Con la misma carga. Montando al mismo caballo.
Y al final, la naturaleza nos lleva hacia el equilibrio, ese equilibrio que desea que nuestras moléculas se separen para formar otras en un estado inerte.
Llega el fin. Y dejamos dinero en el banco, un piso, uno o dos coches... Dejamos proyectos por hacer. Ilusiones relegadas a los demás. Sueños que no se cumplen. Y en el peor de los casos, dejamos a alguien roto... Muy roto... Quedaba tanto por hacer...
Quizás habría que correrse una buena juerga, ¿no?
Carpe diem