Tenía todos los casos colgados con chinchetas en la pared. Tomaba tanto café como para enfermar. Revisaba fotos y bebía café. Bebía café y revisaba fotos.
De pronto, sacó una de su cartera. Esa jamás la colgó de ninguna chincheta. Ella murió de cáncer, nadie la asesinó. Se llamaba Nina. De casi treinta. Bonita. Morbosa. Con ojos de niña. Se llamaba Nina y estaba muerta, aunque en esa foto reía. Estaba desnuda y tras ella, en el espejo, la figura de él, también desnuda, mientras hacía aquella foto. Rieron juntos durante casi veinte años. Era la única prueba válida para él de que el amor existía. Ese amor, embustero y tramposo, pero que a ellos nunca osó mentirles. Solo les mintió la puta vida, solo les engañó la puta muerte.
Revisaba fotos y bebía café a cubos. Solo reconoció la felicidad del rostro de Nina en otra cara. La foto de una joven de unos treinta. La quitó de la pared y la observó con detenimiento. Por ella comenzaría. Juró encontrar a quien le robó la sonrisa. Luego regresó al rostro de Nina y recordó aquel día concreto que la foto hizo inmortal. Fue el día, quizás el momento, quizás el mismo segundo en que supo que era amor. Nina...