Hace tiempo que cayeron las máscaras. Antes estábamos acostumbrados a un cierto grado de disimulo. Los viejos movimientos antisistema (¿en qué urbanización se habrán metido?) ponían el adjetivo formal detrás de democracia para dejar claro que esto que vivíamos no era más que un paripé, una representación teatral para dar la impresión de que la soberanía popular tenía algo que ver en el trajín institucional.
Sabíamos que no, pero nos consolaba que nos tuvieran en cuenta y fingieran delante de nosotros. La hipocresía es una forma bastarda de respeto por el otro, implica que te importa su opinión, que no quieres que te vea tal y como eres para que no se decepcione.
Pero hace tiempo que dejaron de esforzarse. El nombramiento del director de Público como secretario de Estado de Comunicación es quizá el episodio más visible y escandaloso, pero en realidad es uno más.
En otros niveles, los que trabajamos en la prensa (siempre me ha gustado eso de “los chicos de la prensa”, parece el título de un musical gay) llevamos años viendo desfilar a nuestros compañeros más guapos y más listos hacia gabinetes de prensa institucionales. Un día están informando sobre las actividades de una rama del Gobierno autonómico, y al día siguiente se convierten en portavoces y palanganeros oficiales de esa misma rama del Gobierno autonómico. De hecho -y no les culpo, visto lo visto-, ocupar un silloncito en un cómodo gabinete se ha convertido en una de las principales aspiraciones para los periodistas que han ejercido unos cuantos años y se han quemado. Es algo así como un retiro dorado, un premio a los esfuerzos anteriores, el paso a una vida mejor con una ocupación cómoda que no exige grandes esfuerzos intelectuales, ofrece tardes y fines de semana libres y -casi siempre- deja más dinero en la cuenta corriente. El de gacetillero es un trabajo muy chungo, a menudo sucio, no siempre bien pagado, donde no abunda el elogio y sí la mala leche y la zancadilla entre colegas, con horarios insalubres que maltratan muchos cuerpos y muchas mentes. No es extraño que, tras unos años razonables de ejercicio, y quizá un divorcio de por medio, un tipo (o tipa, disculpen el masculino genérico) maduro y fatigado busque pastos más calmos -el fantasma del divorcio no ronda en mi caso, pues mi paternaire es del gremio y no necesitamos explicarnos nuestras mutuas miserias: forman parte de nuestra salsa cotidiana y son motivo de acercamiento, no de distancia-. Y, si lo ha hecho bien, suelen ofrecérselos. Los demás les despedimos con indisimulada envidia en cenas donde bebemos mucho más de la cuenta.
Gobiernos de todos los niveles de la administración, empresas públicas y privadas, bancos, cajas de ahorros, partidos, sindicatos, fundaciones y hasta museos y hospitales reclutan a sus chicos de la prensa -aquellos que van a dosificar y filtrar la información que llega a los medios, haciendo todo lo posible por proyectar una imagen dulce y espléndida de las instituciones que les pagan- en las redacciones de los periódicos.
Buscan (o buscaban, porque ahora pescan también en otras aguas) a gente que conozca bien el funcionamiento interno de los medios y que tenga en su agenda los móviles de unos cuantos amiguetes a los que pueda pedir un favor sotto voce. ¿Quién, tras unos añitos en la profesión, no tiene un colega o incluso un jefecillo al que le puede decir, en confianza: “anda, paco, sácame una entrevista con fulano” o “anúnciame este asunto de mengano”? No tiene por qué haber corrupción ni tráfico de influencias de por medio: a menudo, la entrevista con fulano o el asunto de mengano tienen interés periodístico real y sería estúpido dejarlo pasar. Pero el soplo tiene un precio y su receptor se hace deudor de un favor. Son regalos que acaban siendo envenenados.
De esos gabinetes, muchos han saltado luego a otros vericuetos, ocupando cargos extraños de ambiguo nombre que les colocan en los antedespachos del poder. Algunos acaban convertidos en esas sombras que susurran al poderoso, que le dicen cómo debe hablar y con quién debe hacerlo.
Esto es algo que lleva pasando años sin que nadie se haya escandalizado. Es mucho tiempo de compadreo con los políticos, de comilonas, de reuniones discretas en hoteles, de desayunos de trabajo. Lo del director de Público es un pasito más, habida cuenta de que se trata de un alto cargo. Pero, claro, a un director de periódico hay que ofrecerle un cargo acorde con su abolengo, no vale con un puestito en un gabinete, por muy bien pagado que esté.
De hecho, es más que probable que el sueldo de un secretario de Estado sea sensiblemente inferior al sueldo de director de Público. No se engañen: estas cosas no se hacen por dinero. El poder y su demostración es más seductor que un fajo de billetes.
Yo, que soy un sentimental, prefería los tiempos del tejemaneje discreto, de los gestos hacia la galería y los apretones de manos en los reservados de los restaurantes, de papeles interpretados con fingida seriedad por unos y por otros. Si ahora no sabemos dónde están los periodistas y dónde los políticos, no va a haber quien siga la trama de la función.