Suspiro.
Cierro los ojos.
Suspiro.
Agacho la cabeza.
Y al volver la vista atrás…
Veo los flashes de recuerdos mejores, instantes enmarcados en gloria que barrieron todo lo que encontraron a su paso, que sacaron espada y escudo ante monstruos y gigantes, batallas que quedarán para la historia, esa en la que David gana a Goliat y se levanta sobre mil hombres que yacen malheridos, derrotados, caídos porque pensaron que podrían conseguir la victoria.
Nadie dijo que podría hacerlo.
En ese momento todos creyeron que moriría intentándolo.
Incluso yo mismo.
Pero no, caí, me levanté, vencí, luché contra todo lo que salió a mi paso y me impuse con mil cicatrices que quedarán como recuerdo de lo duros que a veces son los caminos, largos, sinuosos, oscuros, a veces sin salida, a veces solo abismos que solo acaban en precipicios.
Que se pueden saltar.
Minutos que parecen eternidades, meses que parecen infinitos y que hacen pasar el reloj lento, lento, lento… tan lento que la agonía se hace larga e incluso no acaba. Pero si…
Y sonrío. Y miro al vacío. Pensando en los cadáveres de mí mismo que dejo atrás, cadáveres de todos aquellos “yos” que no creyeron en mí. Mi mayor rival, mi mayor victoria.
Y ahora…
Una nueva batalla, un nuevo gigante que se levanta en esa montaña que se alza ante mí inmensa e impenetrable. Imposible creo, maldita sea, me repito. No puede ser…
No puede ser que vuelva a utilizar la palabra imposible.
Porque puedo, porque me esperan espada y escudo, se aferran a mis manos, rugen, gritan, y lo hago con ellos, y lanzo al cielo la más dura de mis condenas a todo aquello que me quiere apartar del camino, a todo aquel que me frustra mis objetivos, a todo lo que me ruge intentándome asustar.
Pero ya no… ya no…
Porque sé que puedo, sé que quiero, sé que tengo todo en mi mano para alcanzar hasta la cima más alta.
Seré quien yo quiera que sea.
Y nadie me conseguirá vencer, nadie conseguirá herirme tanto como para que deje de respirar, como para que no me levante y siga mi camino, aunque esté malherido, aunque llegue al final envuelto en locura, aunque al final ya ni siquiera sepa quien soy yo.
Pero sabré por qué llegué allí.
Y cantaré, y brindaré, y espantaré todos los males hasta apartarlos del pasado, y desaparecerán, y no habrán existido, y ya no serán más que nada. Y la nada ni siquiera duele. Porque la nada, nada es.
Suspiro.
Cierro los ojos.
Suspiro.
Agacho la cabeza.
Y al mirar hacia adelante, solo puedo pensar en la lista de sueños que aún me queda por cumplir.