Pulso débil, lengua roja brillante

Publicado el 24 mayo 2013 por Nmartincantero

“Su pulso está muy débil”, me dice el médico a través de Yan, mi intérprete. He acudido a esta clínica de medicina tradicional aconsejada por Yan, que también es mi profesora de chino, para un problemilla al que no había dado demasiada importancia. Pero salgo con la incertidumbre de si estoy viva, muerta, entre medias o soñando. Creo que es esto último. Cuando el médico me toma la mano y me mira con esos ojos acuosos de ¿100? ¿150? ¿180 años? me imagino en el centro de un escenario donde, tras doblar todas las cucharas, el mago prepara ahora a la protagonista para el próximo número.

“Su lengua está roja brillante”, añade el médico. Y esta vez me parece que el doctor se ha transformado en una de esas tortugas centenarias que se las saben todas. El dato de la lengua es la prueba definitiva de un diagnóstico que no acabo de pillar porque desde el momento en que los dedos índice, medio y anular del médico-tortuga se posan en mi muñeca, tendida sobre una almohada en miniatura de color amarillo con caracteres chinos, me quedo en estado como de trance. Claro que también podría ser al contrario: que la aventura asiática sea en realidad un largo a la par que contaminado sueño y justo ese momento fuese lo que se dice real.

Yan y yo salimos de la Clínica Ciudad Prohibida, que está donde Mao perdió el sombrero, y cogemos el 416 hacia su casa. El autobús se encuentra atestado, y cada vez que se abre, mi mochila se queda atascada con la puerta. Por el camino, elevando mucho la voz para hacerse oír entre tantos pasajeros, Yan me habla de su hijo de 34 años, que vive en Guangzhou (Cantón) junto con su mujer. No tienen hijos porque están muy ocupados con sus trabajos, me explica. “No lo entiendo”, dice. Y de repente se queda pensativa y triste.

Cuando llegamos a su casa me sienta en un sofá de dos plazas minúsculo y enciende el televisor. Dan (como siempre) una ópera. Me deja ahí escuchando los gorgoritos de los actores mientras se escabulle a la cocina. En un rincón del salón hay un arbolito de navidad lleno de polvo. Al otro lado de la estancia, en dirección opuesta a la cocina, que es minúscula, unas cortinas de dragones rojos y dorados separan lo que –sospecho– es un mueble cama que sirve de dormitorio. Al poco sale con un plato de verduras en vinagre con cacahuetes, que coloca sobre una mesita. Nos apretujamos en el sofá y, por no hacerle un feo, pico del plato. Pero apenas si alcanzo la mesa con mis palillos y los cacahuetes se caen rodando por el suelo.

Esto fue por la mañana. Por la tarde, recogí a mi hija y sus dos amiguitos del colegio y, tras los apuros para conseguir un taxi que relataba el otro día, los llevé a un cumpleaños que se celebraba en una piscina olímpica llena bolas en otra zona de la ciudad. Y allí, entre el atracón de CocaCola, gusanitos de Madrid y el griterío de millones de niños revolviéndose en un parque infantil donde cabría mi ciudad natal, incluidos sus numerosos monumentos, volví a tener mis dudas sobre esa sigilosa frontera entre lo que es, o no, real.