Todos hemos sido críos. Supongo
que casi todos hemos sido indolentes, inseguros, inquietos... Yo, desde luego,
sí. Y hemos ido transitando por distintas etapas de la vida. También por esa
tan incierta que denominamos “Edad del pavo”.
Aquel día tocaba dentista. Huelga
decir la tirria (compartida por todos mis coetáneos) que le profesaba a este
especialista médico. Tengan en cuenta que en aquella época, cuando yo era un
crío, no existían los avances tecnológicos que hay ahora. Los odontólogos no
disponían de un spray que se aplicara en la encía para que la inyección
anestésica fuera indolora. De hecho, ni siquiera la anestesia era tal, porque
en más de una ocasión sentí en mis propias carnes, mejor dicho, en mis propias
piezas dentales, la temida punzada. Ese momento en que el profesional está
trasteando en tu cavidad bucal, exactamente perforando, y tú, se supone que
anestesiado, estás notando que lo está haciendo. Percibes además que está
excavando, que cada vez profundiza más. Algo que no es exactamente el dolor te
dice que está taladrando sobre fibra sensible, que en cualquier momento puede
suceder que… zasca! Calambrazo! Ves la estrellas; todas las estrellas, vía
láctea y galaxias adyacentes incluidas. Ha tocado un nervio. Un nervio
despistado, que no se ha enterado de que debería estar atontado, como lo están
todos sus colegas. El especialito de la camada, el rebelde, el outsider.
Gritas, lloras, y si no te zarandeas es porque ¿y si hay otro nervio disidente
al lado? Y el tipo, que ni siquiera te pide perdón, continua aplicando martirio
hasta que termina.
Eso sí, no alcanzo a comprender
como aún no han logrado inventar una herramienta más discreta, quiero decir
menos ruidosa, que sustituya a esa que suena como una taladradora eléctrica. Si
han inventado un avión silencioso e indetectable, esto no debería ser tan
difícil. Vamos, solo es una opinión.
Pues, retomando el hilo
conductor, vuelvo al dentista. Allí que me encontraba, en la sala de espera,
junto a mi madre. Apenas otro paciente en la habitación, sentado en los
asientos ubicados frente a nosotros. Recuerdo que el hecho de entrar en la
consulta era ya intimidante. Aquel olor tan característico a hospital era un
puñetazo para tu pituitaria, brusco y a traición, que echaba abajo todas tus
defensas como el tsunami de Japón anegó todo lo que encontró a su paso. Las
consecuencias de este impacto se dejaban sentir de forma inmediata en tu
organismo. Notabas como tu cuerpo iba sufriendo cambios, se te iba acongojando,
echándose para atrás.
El rato largo de espera solo era
la confirmación de que, efectivamente, estabas a punto de entrar en una especie
de sala de tortura medieval con hilo musical, en un Abu Ghraib con aspecto de
consulta médica. Los gritos del paciente martirizado en aquel momento era fiel
testimonio de tan fundados temores. Los distintos ruidos de las maquinitas
infernales que manejaba el diestro eran una evidencia más de lo que te
esperaba. Mi madre, impasible y seria, solo señalaba que me portara bien cuando
estuviera dentro. Supongo que le era imposible ponerse en el lugar de aquel
crío de 10 años. Lamentablemente, su discurso tenía el mismo efecto
tranquilizador que el de un verdugo tratando de convencer al reo de “esto no va
a ser nada”.
“Ya eres un hombrecito, así que
compórtate como las personas adultas”. Ya estamos con lo de siempre. Sí, si uno
trataba de estar a la altura de las circunstancias, pero es que…
“Todos los niños vienen al
dentista y se portan bien”. Eso sí que no colaba. Pensaría mi madre que las
visitas médicas los niños las mantenemos en secreto, como el que guardaban los
inquilinos del edificio de “Delicatessen” o el Área 51 del ejército
norteamericano.
“No me vayas otra vez a poner en
evidencia”. Qué podía importarme a mí su escarnio cuando era mi integridad
física la que iba a ser impunemente masacrada. Y para más inri, con su
consentimiento.
La boca se me iba secando poco a
poco. Alteraciones gastrointestinales de distinto tipo e intensidad comenzaban
a hacer su aparición. Y la respiración. Sobretodo la respiración!. Puedo
recordar perfectamente aquella respiración. Inhalación por inhalación,
exhalación tras exhalación. Como la de Darth Vader con vegetaciones, como la de
los astronautas de las pelis cuando están en el exterior de la nave. Profunda,
intensa, aterrada.
Se abre la puerta y aparece la
señorita de la bata blanca (auxiliar de enfermería, hoy día). Vemos salir al
paciente, que cabizbajo, pensativo y meditabundo, vuelve a recobrar su
libertad. No se digna a dirigirnos la mirada, compungido como Tito y Piraña
cuando murió Chanquete, solo tiene su atención centrada en la puerta de salida.
Y abandona la consulta vapuleado, como Rocky Balboa; peor, como el policía que
tortura el Sr. Rubio en “Reservoir Dogs”.
Mis pupilas están dilatadas, mi
corazón bombea como un mecanismo pasado de rosca, el control de esfínteres está
a punto de ceder a la presión interior, y la respiración continúa igual de
profunda, pero ahora se acelera.
No ha abandonado la arena de la
palestra el último púgil, cuando se escuchan las sobrecogedoras palabras:
“El siguiente”
Juego con la posibilidad de que
ese sea el tipo de enfrente, pero la sombra de mi madre a mi derecha
levantándose de su asiento me indica que el desgraciado soy yo. Me coge de la
mano y la acompaño rezagado. Intento comportarme de una manera mínimamente
digna, pero las piernas casi no me responden, aparte de que, bastante tengo ya
tratando de impedir que mi fisiología se descomponga.
Cuando entramos en la sala el
corazón salta y brinca dentro de mi pecho como un pez recién sacado del agua.
La visión del sillón de tortura y todo su instrumental causa estragos en mi
interior. Miro al odontólogo y ahora creo que le encuentro un lejano parecido con Michael
Madsen (Sr. Rubio), solo que en bajito y con bata.
Me saluda, me pregunta como
estoy, y me sigue dando charla en un vano intento por tranquilizarme. Yo ya he
entrado en modo piloto automático: solo puedo atender al sillón y las armas de
aquel sádico.
Me siento. La auxiliar me
prepara. Mi madre permanece en la sala junto a mí. Todos se cierran en derredor
mía, como en un corrillo. El dentista me ordena abrir la boca. Comienza a tocar
dientecitos y empieza con los primeros ejercicios de calentamiento: esos golpecitos
en los dientes con algo metálico, que duelen moderadamente pero no dejan de ser
un preludio del padecimiento que se avecina. Él facultativo sigue observando, o
eso creo, porque yo ya tengo los ojos cerrados y bien apretados. Pasan los
segundos, se alargan como si fueran minutos. Solo estoy a la espera de la
sentencia que dicte el juez. Boca seca, mandíbula casi desencajada, cuerpo
rígido, manos prensando, estrujando, los brazos del sillón,… “Aquí tenemos un
problemilla”. Uf! Mal vamos. El veredicto es inminente.
“Esta muela va a haber que
sacarla”.
Se ha dictado sentencia. Los
asistentes coordinan un sutil movimiento envolvente en torno a mí. Permanezco inmóvil, petrificado. Mi cuerpo se prepara
para la acometida. Antes de darme cuenta me ha está inyectando la anestesia. Ha
sido un pinchazo intenso, hiriente, como si estuviera atravesándome la encía
con un punzón del 9. Se me escapa un alarido seco y algunas lágrimas asoman por
la junta de mis párpados. Pero continuo quieto, aferrado a los brazos del
sillón, porque es lo único que puedo hacer.
Un momento: ¿Lo único que puedo
hacer?
Abro los ojos y observo
que el odontólogo se ha vuelto para empuñar su nueva arma de martirio. En ese
momento mi madre está conversando con la auxiliar de algún tema banal. Y entonces
lo veo claro. ¡Ahora o nunca! Suelto los brazos del sillón, me incorporo y con
un ágil salto (como el que solo puede dar un niño despavorido de 10 años) me
escapo del sillón. Auxiliar, médico y madre asisten incrédulos a la escena.
Para cuando reaccionan ya he alcanzado la puerta. No tiene cerrojo y
afortunadamente todavía no se habían inventado los cierres integrados en el
pomo. Lo agarro con fuerza, como Escarlata O’Hara apretaba aquel puñado de
tierra al final de “Lo que el viento se llevó”. Lo giro y abro la puerta, solo
centímetros antes de que mi madre logre alcanzarme. Y corro. Huyo. Huyo. Huyo.
Con la anestesia haciendo efecto, sin encajar aún bien la mandíbula, con los
ojos húmedos, pero liberado.
Atravieso la sala de espera como
una exhalación. El cierre de la puerta de salida no debería ser un obstáculo
serio, puesto que ya fue minuciosamente estudiado por este reo. Mi madre me
persigue, la auxiliar detrás de ella, el médico tras la auxiliar. Lo estoy
consiguiendo. No puedo imaginarme la cara de sorpresa del paciente que aún estaba
en la sala de espera ante tal espectáculo. Eso es escapismo y no lo que hacían
Houdini ni Copperfield.
Abro la puerta de salida y justo
tras cruzar su umbral, noto el zarpazo de mi madre que me peina el cogote, que
me roza el cuello de la camisa. ¡Pero no me alcanza! Y corro, corro como si me
persiguieran Jack Nicholson en “El resplandor” y Hannibal Lecter cabreados,
como Forrest Gump compitiendo contra los protagonistas de “Carros de fuego”.
Escucho a lo lejos al doctor
decirle a mi madre “Mercedes, por Dios, otra vez lo ha vuelto a hacer. Otra vez
se ha escapado”.
Estoy libre. Aquella era la
última oportunidad que tenía mi madre. Ahora, pasillo adelante, soy como Alonso con el bólido de Vettel. Imbatible. Imparable.
Pero...
De pronto, abro los ojos. El foco de luz del sillón sigue deslumbrándome. Despierto de mi ensoñación.
Siento las lágrimas secándose alrededor de mis ojos. Noto las manos de mi madre
agarrándome el brazo. Las de la enfermera, por detrás, sujetándome por los
hombros. Sigo sentado en el sillón, aferrado al brazo del sofá, sabiéndome
inmovilizado para intentar escapar. Y en ese momento, dentro de mi cabeza,
sucede algo insólito.
Empiezo a pensar en las
anteriores veces que logré evadirme, y me pregunto por el sentido que tiene
hacerlo. Es más, me inquirí a mí mismo (en silencio, lógicamente), me dije algo
así como “Pero tío, tú que eres ¿Un hombre o un melindres? ¿Un tío o una
sabandija? Afortunadamente no me respondí lo que se hubiera dicho Felipe, el
amigo de Mafalda. No, muy al contrario, seguí avanzando en ese discurso.
Continué pensando que alguna vez tendría que afrontar aquella situación, aquel
mal necesario, dado que las características de mi dentición apuntaban a que
aquella no sería mi última visita. Y lo más importante. Me lo fui creyendo.
Me parece que no disponía en mi
memoria de ningún antecedente de aquel comportamiento. Pero estaba ocurriendo.
Allí estaba, cautivo y desarmado, pero hilando un discurso que sería
transcendental en mi vida (aunque no tuviera ni idea en aquel momento).
Y lo hice. Decidí no huir. Decidí
asumir lo que tocara estoicamente (tampoco tenía ni idea de quienes eran los
estoicos en aquel momento). Me convencí de que era necesario afrontar aquel
daño.
Y dolió. Dolió como tantas otras
veces. Pero lo soporté. Lo encajé. Y duró mucho rato, demasiado… como siempre.
Pero ya no había marcha atrás. Ya estaba decidido. Y lo había decidido yo.
Al terminar la faena, recibí las
felicitaciones del diestro y resto de la cuadrilla por mi buen comportamiento.
Al salir a la calle notaba la cara como si me la hubieran apaleado una pandilla
de skinheads cabreados, pero había algo dentro que había cambiado. Sentía una
extraña sensación, positiva, que tardaría años en poder identificar. Quizá la
palabra que mejor pueda definirla sea una que leía en las novelas infantiles y
tebeos de la época: ufano. Me sentía ufano, con una extraña sensación de satisfacción, la satisfacción del deber
cumplido o algo parecido.
En el fondo, lo que había logrado
era ser capaz de doblegar mis instintos más básicos. Aunque suene a final épico
de película americana, acababa de nacer mi voluntad.
No, no se trataba de que a partir
de aquel momento pudiera decidir fríamente en cualquier situación ni que
siempre lograra que mi voluntad prevaleciera por encima de emociones más básicas.
Pero aquel día me demostré fehacientemente algo que antes no sabía: que era
capaz de hacerlo.
“A partir de cierto punto en adelante no hay regreso. Es el
punto que hay que alcanzar”
Franz Kafka