Granada, a 21 de mayo de 1997.
Me encantaría estar ahí a la llegada de esta carta, he puesto todo mi empeño en que así sea y pase lo que pase, aunque no quieras leerla, me he encargado de que lo hagan por ti.
No voy a preguntarte cómo estás, porque sinceramente, no me importa. Me conformo con que estés vivo mientras leas o escuches mis letras.
Quiero que sepas, que sepa todo aquél que esté leyendo esta carta la clase de persona que eres, ya no podrás esconderte en esa mirada inocente, con la que nos engañaste, con la que me hundiste. Porque detrás de esa mirada fingida, ensayada, se esconde las más cruel, la más pura maldad. Tú.
He crecido sin tus besos, sin tus abrazos, sin una tarde paseando por el parque, sin días de vacaciones, de playas, sin un cumpleaños contigo ayudándome a soplar las velas. Nunca sabré lo que es que me arropes y me cuentes un cuento antes de dormir. Mi Navidad nunca has sido tú.
Nunca sabré lo que es luchar contra mis miedos contigo detrás, apoyándome, animándome a superar todas las barreras que te hacen ser una persona íntegra, no, de ti no voy a saber eso.
Nunca tuviste tiempo, tu tiempo eras tú, tus juergas, tus viajes solo, y acompañado. Tus amigos, tus bares de copas, todo lo demás no fue nada más que la fachada de alguien que lo tiene todo en la vida menos a sí mismo. No quisiste.
Pero tuve suerte, mucha.
Tuve una madre que luchó por mí, por mis hermanos pequeños, por su hogar, ese, que no te importó destruir a golpe de botella y rayas en el cristal. La verdadera vida por la que nunca luchaste. Tu fachada.
Mi madre nos unió a todos ante la adversidad, me enseñó a esconderme cuando llegabas como si fuese un juego divertido, ese juego de “payasos” al que decía que jugábamos cuando le preguntaba por los moratones de su cara. Mi madre nunca se quejó, o nunca la vi hacerlo, me refugiaba en sus abrazos, en los besos de mis pequeños hermanos que curaban mis heridas, las de cada uno de tus golpes de cobardía. Fue lo único que tuve, lo único que soy.
No soy tu maldad, soy rencor. Soy un daño irreparable.
Terminé el servicio militar, me decían que había que ir, que tenía que hacerme un hombre. Yo me hice un hombre cuando aprendí a contener mis lágrimas, cuando decidí proteger la sonrisa de los que más quiero a costa de sangre y cicatrices, las que se ven y las que solo veo yo, por dentro. Esas sonrisas, esas que tú nunca verás, las que me mantenían de pie.
Yo ya era más hombre de lo que tú serás en lo que te queda de vida, porque te guardo para ti toda esa maldad que siempre has tenido. Esa, con la que quitaste la vida a quien me dio la mía, sin compasión, sin importar los ojos que miraban la escena. Sin un ápice de arrepentimiento.
Me llevo conmigo la sonrisa de mi madre antes de cerrar los ojos por última vez, de sus manos con las mías, y son las lágrimas que derramó antes de cerrarlos lo que ha regado mi ira todos estos años.
He sabido que te van a dar la condicional, de ahí mi interés en que te lleguen estas letras, para que sepas que por una parte no me alegro y por otra parte, sí. No me alegro por la justicia impartida, ya no creo ni en esa ni en la divina, porque para alguien como tú, ver la luz y respirar, es un regalo que no mereces.
Por otra parte sí que me alegro, porque aunque renuncié a ti, a llamarte papá, tengo muchas ganas de verte, y en cuanto salgas de la cárcel, entraré yo.
Nos vemos. Seguro.
Visita el perfil de @KalviNox