Revista Talentos
Puteando por una lata de atún
Publicado el 10 enero 2013 por PerropukaMe he caído de espaldas cuando he leído que, hace pocos días, en la lonja de Tokio se ha pagado 1,3 millones de euros por un ejemplar de atún rojo de 222 kilos. No me imagino lo que llegaría a costar uno de tres metros y de una tonelada de peso, ya que difícilmente podrían alcanzar ese tamaño en estos tiempos voraces. Voracidad vergonzosa; la de los mercados, la de los paladares exigentes, mayor que la del propio bicho, de fama merecida por merendarse glotonamente a otros peces. Ostentoso record que deja chica la creencia de que los atunes eran billetes flotantes de cinco mil dólares.
De acuerdo a los expertos, de un atún grande se obtienen unas 6.000 raciones de sushi, plato estrella de la gastronomía japonesa que, como sabemos, se sirve crudo. Que el ejemplar en cuestión haya alcanzado precio tan exagerado tiene una explicación aparentemente natural (por lo menos para los sibaritas nipones): se trataba de la primera subasta del año, algo como disfrutar del premio del primer ejemplar de la temporada. Supersticiosos como son, me imagino que habrán ido corriendo al restaurante que se adjudicó el remate. Buen golpe de publicidad para el empresario comprador. Siempre hay gente dispuesta a aflojar la billetera.
Yo, a los japoneses los admiro un montón por su tenacidad, disciplina, laboriosidad y su actitud estoica ante los desastres (ya sé que suena obvio), pero sobre todo, por su inigualable sentido artístico de encontrar belleza en las cosas sencillas, cotidianas, especialmente sus jardines. Pero tanto refinamiento los ha llevado a extremos incomprensibles, como el de considerar un manjar a la sopa de nido de golondrina de mar. Con sólo pensar en el montón de excremento que sueltan los pichones, no se me hace agua la boca de ninguna manera. Que tiren tiburones enteros al mar, por sus preciadas aletas, ya ronda el delito y la estupidez. Lo mismo con su reticencia a respetar los acuerdos sobre la caza de ballenas en peligro de extinción. Tienen mucha ética y sofisticación en las relaciones interpersonales (extensos tratados sobre las maneras de saludar con la cabeza), pero a la hora de llenar el buche, algunos de sus hábitos son muy cuestionables.
Probablemente, a causa de la voracidad japonesa -el mayor consumidor del mundo- yo no puedo disfrutar del atún con frecuencia. Ni en conserva. Por sus precios altísimos. Y eso que nos llega la segunda o tercera calidad. Por lógica, la mejor parte se va al mercado gigante asiático. Eso de que al gato se lo contenta con una lata de atún desmenuzado es puro cliché cinematográfico, me temo. Ninguna persona en su sano juicio se daría el lujo de alimentar a su mascota con una cosa tan rica, por lo menos en este país sin salida al mar.
Ciertamente, el atún es lo más próximo a la carne roja de vaca, por sabor y apariencia, en lo que a mí concierne. He probado infinidad de pescados en conserva, todos saben a pescado menos el lomito de atún. Pescado marino fresco, aunque sea congelado, es mucho pedir porque apenas llega y a qué precio.
Por estos días de navidad, había visita en casa. Mi cuñada, sabedora de mi proverbial resistencia a la parafernalia navideña, hizo caso omiso de la advertencia, regalándome unos presentes muy patriotas: unas latitas de atún ecuatoriano, que dicho sea de paso, es de excelente calidad. Sobre la marcha, antes de retornar a su país, fue corriendo al supermercado más cercano y me trajo de varias marcas y presentaciones para no reñir con mi exigente paladar (la fama me precede en el ámbito familiar). Se lo agradecí casi conmovido. Después de que se fue, se lo volví a agradecer simbólicamente, con el mejor de los elogios, comiendo en silencio y además solito, ni loco iba a compartir mi tesoro. De pura satisfacción. Dicen que el mejor homenaje a un cocinero es comer calladito y sin pausa. Esto no fue lo mismo pero que valga la comparación.
Menos mal que el pato no lo pagué yo, perdón que quise decir el atún. Mi benefactora no tuvo el cuidado de sacar las etiquetas de los precios. Indignantes para nuestra economía nacional. Pagar 15 Bs (más de 2 dólares) por una lata de 160 gramos, que la mitad es producto y la otra, aceite o agua, quita el hambre de sopetón. Y eso que era atún normal, no el preciado lomito o la más selecta ventresca. Para que se hagan una idea, con esos mismos 15 Bs, uno puede costearse un decente menú del día, con entrada, sopa y segundo plato.
Puede que en países con costa o con monedas fuertes, las conservas de atún sean más asequibles al bolsillo. Eso sí, en España, me causaba tremenda extrañeza el tamaño minúsculo de las latas (creo que eran de 70 u 80 gr.) que no satisfacen ni a un gato sometido a régimen. Veía como venían en packs de tres, en una cajita estrecha de cartón. Pensando en la cantidad de hojalata que se despilfarraba por obedecer ciertas normas industriales, caprichos de la unión europea, supongo. Por lo pronto, comer atún verdadero se ha vuelto un lujo, un capricho de vez en cuando. Mientras tanto, para aumentar de peso, las dietas de gimnasio recomiendan la infaltable ingesta de atún, por su riqueza proteínica. Con el karma del poco peso que me ha acompañado toda la vida, he de conformarme con sucedáneos tales como el “Grated tipo atún”, que es una forma eufemística que las conserveras peruanas llaman a la vulgar sardina. Ni modo, con limón y verduras no es tan malo. Porque yo, de pollo, a regañadientes la pechuga.