Enfrentar lo mítico es un ejercicio de heroicidad. Hay que tenerlos bien puestos porque habrá cosas incómodas, irrealidades que se pensaron firmes y pueden explotar en un segundo si nunca fueron así como las cuentan.
Vale para la realidad histórica, para la historia personal o incluso para autores u obras literarias clásicas, simple desvergüenza parvularia cuando se les hinca el diente. Sólo nombre.
Hace años visitamos unos grandes almacenes con la premisa única de un regalo. Se me otorgaba la capacidad de elegir cualquier perfume de alta gama, por muy obsceno que fuera el precio; todos eran obscenos como un pecado capital número ocho, una demasía de ceros para la etiqueta "de mujer" que sólo se traduce en pestilentes notas dulces. No es ningún secreto mi eterna batalla con perfumes y colonias "de mujer", me quitan las fuerzas, me dan sueño, hubo épocas en las que utilicé fragancias con la etiqueta opuesta -de hombre- sin entender por qué el basto mercado no las iguala en su capacidad evocativa de frescor y aventura. El olor del jazmín por ejemplo, cuando florece en los anocheceres de agosto, es muy distinto a su versión sintética embotellada como base para perfumes de mujer, síntesis que facilita el acto de vomitar con mejor prestreza que una cucharada de aceite de ricino. Más alto perfumista parisino, mayor emesis.
Así me vi envuelta en una paseo selectivo obligatorio, regalo del que no podía escapar, en constante persecución de la servidumbre injustificada de un par de vendedoras -la diferencia del trato con el "rico": si puede gastar más de 80 euros en una simple de colonia, qué no gastará para otras cosas importantes; atendámosle entonces como si fuera un Premio Nobel-. La escapatoria fue una conocida marca de aroma unisex y precio ridículo en comparación a otras esencias. También decidí poner a prueba el epítome de la obscenidad, ahora a mi alcance porque el mismo par de vendedoras dedujeron que, al contrario que otros, no quería volver perfumada gratis a casa ahorrando euros sino que los iba o iban a soltarlos por mí en caja, sí o sí, prácticamente echaron a correr para sacar el probador escondido de la vista cuando pregunté por marca y modelo.
El famosísimo Chanel nº 5 y su peso legendario de Marilyn Monroe y unas gotas como pijama nocturno, etc. estaban ahí, un bote tendido en mis manos con una cifra inicial de 9 en la etiqueta de precio (y aparté enseguida la vista para no conocer 9 cuánto). Con fama y todo, no tenía idea de lo que era en realidad. Curiosidad morbosa.
Al día siguiente, a pesar de una ducha, seguía emanando la misma pestilencia. Muñeca de porcelana bañada en talco, es la imagen de lo que exhalaba mi piel. Un olor como de vieja de 90 años largos, de esas que ves pasear por la calle correctamente vestida, con sus tacones, su maquillaje y peluquería ordenada, con su casi siglo de vida en los hombros. Aprendí después que en el mundo de los perfumes ese fondo de talco son los aldehídos, maldita la gracia de los aldehídos y su efecto señora mayor, quizá porque antes de inventar los desodorantes ultraespeciales para sobacos sensibles o los champús de colores para la grasa del pelo las bisabuelas reducían todo a talco, de arriba a abajo, talco de calidad para la axila y el lavado en seco de la cabeza. Pero no un talco agradable de bebé, sino uno espeso y rancio. Y el mareo amplificado porque ese olor lo habían sacado de un frasco de noventa y pico euros.
Glamour. Elegancia. ¿Dónde? 90 euros de fama. El precio de mantener esa fama desde 1921. Eso es lo que paga un comprador, no un buen perfume.
Como tantas otras cosas hoy de lujo.