En abril cumplo 33 años. Aún recuerdo cuando estaba en bachillerato y tenía mi vida planificada, cuando creía que en cuanto acabase la universidad empezaría a viajar por el mundo, encontraría a un hombre rizoso y medio chalado como yo en algún rincón exótico del planeta y acabaríamos compartiendo una cabaña entre palmeras en alguna cala de Brasil. Para los 33, suponía yo, cierto es que no me veía con familia numerosa ni chalets con jardincito, pero sí con estabilidad, independencia y perro. Tener perro propio (no de tu familia, sino tuyo, sólo tuyo) es señal de madurez.
No soy para nada parecida a lo que se supone que debe ser una treintañera. Soy responsable y seria cuando hablamos de trabajo, por ejemplo, pero siempre lo he sido y no ha sido algo adquirido con la madurez. Al contrario; creo que cada año que pasa soy más pava: esto se me está yendo de las manos.
Yo no sé hacia dónde se encamina mi vida año tras año, (y de eso se trata) pero sí sé que no se puede hacer planes ni tener ideas preconcebidas de nuestro futuro. Creo que, en definitiva, mi reloj biológico está escacharrado y que va un poco más lento que el de la mayoría. Que sigo en la edad del pavo, que aún tengo que dar el estirón y que aún me quedan algunos años de adolescencia rebelde. Y que el día menos pensado me estabilizo, me sale un curro decente, encuentro un noviete formal de esos con los que haces la compra y planificas las vacaciones, alquilo un pisito y adopto un perro. Y entonces la autora del artículo ese de las treintañeras se va a enterar de lo que es madurez. Que estoy mu loca, eh. Lo mismo hasta aprendo a cocinar y todo.