Cuando dije que quería una mascota, me refería a un peluche de esos que huelen a suavizante y que no despilfarran pelo por la casa; criaturas mansas dispuestas a obedecer a su amo. Pero resulta que las fuerzas del universo se han confabulado para que un gato callejero, que en cierta parte me recuerda a mí, invada mi microcosmos o, para los asiduos a Ikea, la república independiente de mi casa.
En mi fuero interno deseaba un gato peluche, si. Con una dentadura postiza pegada con Algasiv, con uñas de fieltro y testículos de porcelana. Pero en realidad lo que tengo es un arma de destrucción masiva con dos pequeñas granadas recubiertas de terciopelo; dos kiwis que amenazan mi integridad psíquica.
Israel Esteban