Revista Fotografía

¿Qué hacemos con el viejo? Por Max.

Publicado el 23 diciembre 2010 por Maxi
    -Tu padre está muy mal, ya no tien reflejos, esta mañana la Galana le dio una patada a la jarra de ordeñar, derramando toda la leche, al tiempo que lo dejaba sentado encima de la moñica, después de derribarlo del tachuelo como si de un castillo de tueros de maíz se tratara, con lo que terminó hecho un zaque y tuvo que cambiar el pantalón y hasta los calzoncillos de felpa. ¡Y no se descalabró de puro milagro!
    El pobre viejo muy enfadado, maldijo la cornuda bestia, por haber derramado la leche de sus nietinos y se juramentó que en venganza cuando tuviese un xato, no le permitiría mamar ni un teto.
      -¡Deberías decirle algo!
        -¿Qué quies que y diga, muyer? Ye mio pá y si está medio ciego y no vale ni pa ordeñar una vaca ¡que le vamos facer! La verdad es que pone toda su buena voluntad, además ya fizo abondo (bastante) y cumplió con creces, durante toda su perruna vida.
          -Ya lo sé, pero también tien otros fíos y no me negarás que somos muchos en casa.
            -No sé si te darás cuenta que aparte de nosotros y el abuelo, tenemos otras cinco bocas que alimentar y yo me mato a trabayar, atendiendo la casa y las huertas sin parar todo el día, y el dinero y las viandas, no logro estirarlos para llegar a fin de mes.

            Y continuó con el alegato que llevaba en mente:

              -Digo yo que bien podría ir una temporadina con alguno de sus otros fíos y así aliviarnos con una boca menos que cebar.

              Así discurría el diálogo en el viejo caserón, emparejados en la cama a la hora del crepúsculo, entre Amelia y Juan, después de acostar pronto a los dos niños pequeños, para que el sueño les hiciera olvidar que se fueron a dormir sin probar bocado, y si acaso no se enterasen de la infernal letanía nocturna de las tripas vacías. El resto se habían repartido unas garfelladas de papas, dejando los platos poco menos que lambidos.
              Juan llevaba días soportando la cantinela de Amelia, que batía el fierro con machacona insistencia, como si de un martillo pilón desbocado se tratase, así que al fin se decide a hablar con el padre:

                -Padre tengo que decirle algo.
                  -¿Tu dirás fío? ya sé que toy pa poco, después de acabada esta maldita guerra, que tanto daño nos fizo, no se me oculta que las cosas están muy difíciles, pero no pierdas la esperanza, de otras peores salimos en vida de tu madre –que en paz descanse-
                    -No ye mi intención echalu, y mucho menos me atrevería a hacerlo de su propia casa, pero seguro que no se le oculta que los nietos y todos pasamos fame, y aunque sea verdad que donde comen dos, casi siempre comen tres, pero cuando la ración no alcanza ni llega a la boca, de poco vale cerrar los ojos.
                      -Podría mandarle una carta a hermano Jacobo –que de sobra sabes que se maneja bien- y pedirle que lo viniese a buscar y lo llevase pa Madrid una temporadina, hasta que se aclarase el panorama. Aparte que allí podría descansar mejor, el cambio de aires le vendría de maravilla y no digamos el ambiente seco de la meseta, pa su delicados bronquios, sería mano de santo, pa pasar el invierno sin una tos ¿No me negará que la carga repartida ye más llevadera?
                        -¡Hay fío! Cuando morrió tu madre le prometí que yo descansaría a su lado y ¡ya me queda poco! Sé que si me voy del pueblo regresaré con los pies por delante.

                        Al final no acordaron nada, quedaron en pensarlo y hablar dentro de unos días.

                        Cristino se había quitado la boina, sacudiéndola contra la pernera para que cayese la grana que la adornaba, aunque reconocía que no era de gran ayuda, a diario acudía bien temprano a la cuadra –total dormía poco- ¿que hacía en la cama tirado a la bartola? Llevaba el pelo blanco raído por el pescuezo, con solo un mechón largo como florero haciendo de cresta en la parte más alta, casi hasta llegar a la estrecha frente, no va bien afeitado y la barba en el rostro le da apariencia de sol y sombra, ensuciándole los pómulos salientes.

                        Menudo de estatura -como solían serlo los de su generación- estaba convencido que era el resultado de la deficiente alimentación desde la cuna. Esmirriado de carnes, espíritu luchador, sereno y reposado, filosofaba sin dejarse abatir por el huracán de la desdicha, ni levitar por el viento de la fortuna -las contadas veces que le había sonreído- siempre supo adaptarse como junco, al viento y a las circunstancias, solo le quedaban dos aficiones: las vacas y los nietos.

                        Encorvado, avejentado, le bastaba una mirada entre la niebla de sus pequeños ojos para entender y darse cuenta de por donde iban los tiros. Sus piernas apenas le sostienen ya, pocos dientes le restaban, los ojos y los oídos sin duda habían perdido sus nobles funciones, las manos temblonas dejaban caer los cacharros, era un horreo con la madera apolillado, entamando venirse abajo sin esperar una buena nevada.

                        Al viejo aquella noche le había costado mucho el dormirse, una y otra vez le venía a la memoria el cuento de “El gran hermano oso” que hacía bastantes años su hijo Antón –siendo un niño- se había traído de la biblioteca republicana del pueblo, y que tanto le había hecho reír, sobremanera cuando el yerno le hace ver a la vieja Mok que van a emprender un largo viaje por la taiga y el resultado final del encuentro con el Gran Oso. Por aquel entonces aplaudía las soluciones radicales, opinaba que llegada a cierta edad, los viechos, lo mejor que se podía hacer con ellos, era que sirvieran de alimento pa los carroñeros, pero hay que tener en cuenta que por aquella época, los años todavía los contaban sin mucho esfuerzo.

                        Toda la tarde anduvo llevando entre manos con un trozo de soga, no era muy larga ni gruesa, la terminó recogiendo de unas brazadas, se la echó al hombro, tomó el bastón y emprendió el camino del puerto de Marabio. Era media tarde y subía la cuesta –que también conocía de haberla transitado miles de veces- despacio y renqueante -correr ya no podría aunque se lo propusiese- saluda con buen ánimo a quien se cruza en su camino. Después del desasosiego mañanero, lleva el semblante sereno, al par que pensativo, se diría que tiene en mente una firme determinación y parece aliviado.

                        Antes de abandonar las empinadas caleyas del pueblo, llegando al recinto de la escuela, todavía tuvo ocasión de encontrarse y despedirse de sus dos nietos pequeños, seguramente de los que más cercano y orgulloso se sentía, ya que eran ellos los que le pedían les contase en la caída de la tarde, todos los cuentos, algo de lo que podía dar y regalar cantidad sin mucho esfuerzo “¡total últimamente, era pa lo único que valía! ¡Pa contar cuentos!” Corrían colorados jugando a “piesca” con el candor de quien cree haber inventado el juego y sin percatarse que estaban a punto de vivir un instante… -al que no dieron ninguna importancia entonces- y que posteriormente, ya mayores, recordarían ¡cientos de veces!

                        Llegado al Fontán de la Techera, mientras toma aliento en el trozo llano, se dice: “En plena guerra lo habría tenido más fácil” con haberme auto denunciado, seguro que los falangistas encantados le habrían dado el paseíllo, resolviendo el problema de manera radical y rápida. Lo que si temía era la tortura, no tenía claro que pudiera soportarla y menos tal como se encontraba sin fuerzas y derrotado. Ahora las cosas habían mejorado un poco, ya no se mataba tan a la ligera, por lo menos se guardaban un tanto las formas. Recordaba como cuando estalló la guerra, tuvo que esconder apresurado el carnet del Partido Comunista en un agujero de la cuadra, y la suerte que tuvo con que se habían podido quemar las listas de los afiliados a tiempo –antes de caer en manos u ojos indiscretos- y como hacía poco intentara el recuperar del agujero, el comprometido documento, encontrando los restos del carnet molidos por los dientes de los muradores.

                        Camina silencioso al lado del prado de la Veiga, con la poderosa colina repartida en tabladas del Curtinal a la derecha y la imponente caliza de peña Gradura encima, siguiendo en el ancho camino, los surcos dejados por los remolones asnos, que van haciendo eses y dejando bien marcado un camino de hormigas, entre el mar de piedras relucientes y gastadas por los carros y ramos, dedicados al transporte de la yerba en el Verano, todavía tuvo tiempo para reparar como en los lindes, las zarzas regalaban sus últimas moras antes de secarse.

                        Fue adelantado por varios vaqueiros que más veloces montando sus caballerías, acudían ligeros a atender las reses que habitan en el puerto, antes que las primeras nevadas las traigan de regreso al pueblo; aprovechó la ocasión para interesarse por el pormenor de sus haciendas y las novedades del puerto, al que llevaba acudiendo regularmente desde niño, ahora la empinada cuesta le daba pereza, seguramente debido a que estaba ruin de fuerzas, y le hacía jadear demasiado.

                        A la altura de la finca de Rubial le viene a la memoria el recuerdo del fusil ametrallador checo, que había estado escondido durante unos años, bien empaquetado –junto con bombas de mano- en una de las pequeñas cuevas naturales que había entre los robles camino del pascón más distante; la pena es que ya no estaba, Sabino “el de Bandujo” –que se los había traído en la desbandada sobrevenida a la caída del frente republicano- hacía poco, había cambiado de sitio, el peligroso botín de guerra.

                        Poco amigo de monsergas, los muchos años a cuestas, le han acostumbrado a ver la vida pasar, sentado en el vagón del tren, mirando para atrás, como si las imágenes le resbalaran, hace tiempo que dejó de encarar las comprometidas asemeyas, de frente, le da el mismo crédito a los que predican la palabra de Dios, como a los que se arropan con la verborrea propiciada por la sidra o el morapio de León, y se explayan al caer la tarde en el chigre.

                        Llegó a las Cuandias por el camino que enlazaba poco antes con el que subía del pueblo de Gradura, anduvo el último trecho, bajo un dosel de fresnos que ocultaban el mustio sol, abrió la cancilla y siguiendo el camino que serpenteaba escoltado por muros de piedras apiladas en precario equilibrio, se encaminó a la cuadra, arrastrando las alpargatas sobre decenas de topineras y el siempre mullido piso, al tiempo que se admiraba de: ¡Cómo habían trabajado los condenados bichos, desde la última vez que se las tuviera tiesas con ellos! Se dijo: ¡Mira por donde, vais a tener suerte!

                        Miró alrededor y descansó un momento, sintiéndose bien, no había sonrisa en sus labios, quizá un deje de tristeza en sus ojos, recordando la última iniquidad que le roía el alma “quitarles de la boca el garito de pan a los nietos” –no se lo dijeron con esas palabras, pero seguro lo pensaban- tenía asumida su gran culpa, se dijo entre labios: Los años han ido apilándose casi sin enterarme, ya soy un peso muerto ¿Pa que seguir viviendo?

                        Llegado a la cuadra, recogió la llave a la derecha de la puerta, debajo de una piedra y empujó con el hombro la trampa que se dejó vencer chirriando, mientras un poco de luz se colaba al interior de la rectangular estancia; de los portiellos del techo colgaban abundantes yerbajos, caminó hasta el borde casi a tientas y se encaramó a una madera, estiró el pescuezo dentro del hueco que servía para alimentar los pesebres, arriba ya sabía que estaba medio repleta de hierba que se recogiera en verano, fijó la mirada en la viga horizontal que estaba en penumbra, hasta acostumbrar sus cansados ojos a la escasa luz que se filtraba por entre las tejas, torció el gesto, no le acababa de convencer lo que allí divisó –para sus propósitos- Salió la exterior y reparó en la figura de la cerezal negrera, que cerca del muro extendía sus ramas principales, formando una cruz con el grueso tronco.

                        Desde niño aquella cerezal fue su preferida, aunque sus frutos eran pequeños también eran distintos, negros y más dulces, cuando era joven, encaramado en sus ramas, había degustado cientos de veces aquellas delicias regaladas, disputadas a los pájaros, contemplando la Mucheirina y la tremenda hendidura practicada en Peña Gradura, que conocía como Cueva Furada, ya que calaba la roca hasta salir por el techo de la peña, como si de una chimenea se tratara.

                        Lo tuvo fácil, ni siquiera necesitó gatear el liso tronco –cosa que quizá no hubiera logrado- desde el muro lanzó la cuerda y a los pocos minutos se balanceaba el negro bulto, como fruto maduro fuera del alcance de la rapiega. No había pasado ni media hora cuando fue descubierto el trágico desenlace -con gran susto- por un muchacho de Gradura, que recogía sus ovejas, y pasaba al lado del muro.

                        No hizo falta hacer nada con el viejo, de sobra sabía él, que llegado a cierta edad, había que tomar una determinación, por drástica que fuere.

                        Las fotos que siguen son de Avilés

                        ¿Qué hacemos con el viejo?  Por Max.

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