No sé vivir sin amor, yo que siempre me quejo de no encontrarlo.
Y es que amar no es sólo tener pareja y quererla y sentir que la otra persona también te quiere: es esa certeza, esa seguridad muda, ese pilar de hormigón que sustenta tu día a día y te hace sentir que todo encaja y que no estás sola en el mundo.
Yo me enganché al amor siendo muy joven, casi una niña. Podía pasar los findes más maravillosos e inimaginables en Disney World o en Cuenca, pero si no los pasaba con mi vecino nada era igual. Cualquier actividad cotidiana se volvía mágica con la simple presencia de ese chico, como si tenerle delante fuese ponerme unas gafas de realidad aumentada y la vida adquiriese otro color. Y os voy a contar un secreto: él nunca me correspondió. Pero me daba igual. Yo me sentía bien haciendo cosas por él, buscándole entre la gente con la mirada cuando se alejaba, sentada en el jardín esperando que volviese de clase para merendar juntos.
Más tarde empecé también a disfrutar del amor ajeno. De las caricias con las que mi padre dormía a mi madre mientras los tres veíamos una peli en el salón, o de los besos a escondidas que se daban mis amigos Isa y Fernando cuando empezaron a salir, en Bup. Comprendí que sentirte correspondido debía ser maravilloso, y me propuse valorar cualquier muestra de cariño hasta que alguien también me amase a mí. Y así fue como empecé a darme chutes de amor en vena: me aficioné a las películas románticas, a las series de amoríos, a los libros de final feliz. Cada San Valentín me ponía triste porque no lograba vivir una historia de amor de cuento de hadas, pero esa tristeza me reconfortaba en cierto modo. La necesitaba. Dentro de mi pecho se libraba una batalla imposible en la que la razón me decía que todo aquello eran patrañas y mi estómago luchaba por pintar de un rosa tóxico lo que en realidad era gris, sin que ninguno de los dos consiguiese hacerse con la victoria.
Hasta hoy. Estoy en proceso de desintoxicación, pero creo que recaeré una y otra vez sin remedio. Porque cuanto más abro los ojos y comprendo que el amor es una droga, que deberíamos sentirnos plenos sin él y ser felices con nosotros mismos, más necesito chutarme de nuevo.
Porque no concibo la vida sin amor, por muy tonto que sea.
Porque se puede querer de muchas maneras, incluso a nosotros mismos, y cuando se quiere bien es fantástico.
Porque querer no es hacer regalos ni ponerse tontorrón con tu pareja en San Valentín. Es ese cosquilleo en el estómago cuando acariciamos la manita de un bebé. Es el vuelco al corazón cuando vemos a una pareja de ancianos que se han querido durante 50 años. Es esa sensación de plenitud cuando somos capaces de quedarnos dormidos delante de alguien especial y sentir que ya nada puede ir mal. Es esa seguridad de, sea donde sea que vaya la otra persona, saber que volverá. Es saber que existe, esté donde esté y estés donde estés.
El amor de verdad, -el que no mata ni deprime ni nos hace arrastrarnos en la miseria ni escribir canciones de odio y rencor- nos hace ser mejores personas.
Y yo no podría vivir sin él, puesto que mi cuerpo ya se ha transformado y lo ha asimilado y sin mis dosis de amor en vena me mustiaría como los geranios. Estoy condenada.
Y hoy, catorce de Febrero, vuelvo a sentir esa tristeza dulce de cada año.
Pero una cosa os voy a decir y por favor, tomároslo muy en serio: que nadie me salve, por favor.
Que de algo hay que morir, y yo prefiero que sea de esto.
Feliz San Valentín.