Los eufemismos los carga el diablo. Siempre. Cuando quienes los utilizan son los que gobiernan nuestra vida y hacienda el asunto resulta desconsolador, esperpéntico y, sobre todo, trágico. No sé a ti, paciente lector, pero a un servidor le reconcome que lo traten como a un nene de teta. O peor aún, como un gilipollas.
Nuestra clase política y sus mariachis se adueñan del lenguaje intentando convertirnos en siervos anuentes y tranquilos cual gallinas. Las palabras, trastocado su significado, nos las arrojan a la cara envueltas en eufemismos y buenos deseos. Necesitan exégetas, traductores de sus silencios, sus medias verdades y sus escamoteos nominalistas. Este asunto me recuerda a aquellos aguerridos corresponsales en la URSS, expertos en el lenguaje kremliniano, que según como se colocase el sombrero el jerarca de turno eran capaces de colegir, cual avezados arúspices, el movimiento de tropas en Sebastopol.
El filólogo alemán Klemperer afirmaba que «El poder político, puede apropiarse de todo discurso, incluso de la totalidad de una lengua, y convertirla en uno de los medios más propicios para el cumplimiento de sus fines».
El inescrutable lenguaje político tiene palabras tabú, dependiendo del momento y de si se está en el poder o en la oposición. Los vocablos desaparecen de las diatribas como lo hizo Trotsky de las fotos: por arte del birlibirloque. O por el contrario, si es el redundante contrario el que habla, aparece siete u ocho veces en cada frase.
La prohibición de pronunciar la palabra “crisis” por parte del anterior gobierno, el partido que lo sustentaba y sus paniaguados adláteres era de traca. Nunca pensé que la palabreja diera para tantos sinónimos. Remembranzas de la escena de las almácigas de “Los caballeros de la tabla cuadrada”.
Ahora sale nuestro egregio y reciente primer ministro a la palestra y evita pronunciar la palabra “rescate” como un calé nunca mentará a la bicha. El hombre que nos iba a decir la verdad, que solo nos prometía sangre, sudor y lágrimas y que se pondría delante nuestro como el Roosevelt que necesitábamos, sale obligado, un domingo por la mañana, en un momento crucial, a contarnos medias verdades, que son las peores mentiras. Pero a darles faena a los cronistas y a los exégetas.
Usan adjetivos mamporreros para modular a los inexorables sustantivos. No buscan calificarlos, no, buscan suavizarlos, masticarlos como hacen con la pitanza de los polluelos. Cuando llegó la crisis fue “financiera internacional”. El sábado nos dieron un préstamo en “condiciones inmejorables”. Ahora nos toca sufrir, como ya hicimos antes, los argumentarios, las explicaciones de los favorables —y las de los contrarios— que dudan de nuestras capacidades mentales.
Con lo fácil que hubiese sido contar la verdad y el bien que nos habría hecho a todos. Alejarse de lo que tanto criticaron a los otros. Si la verdad nos hace libres, según Jesucristo, las medias verdades, los eufemismos y la verborrea de nuestros políticos nos esclavizan.
El señor Rajoy parecía ayer un agricultor pudiente y arrogante que contara en la plaza que fue a pedir un anticipo de campaña y puso firme hasta al apuntador en la caja de ahorros. O a aquel labrador fuerte, que fue al entonces Banco de Bilbao a que subsanasen un apunte erróneo en la cuenta de su señora madre, a la sazón, la mayor depositaria de la sucursal y que una vez solucionado le dijo al director:
—Oye, cómo no tengáis más cuidado con la cuenta de mi madre, se va a ver esto de palomar.
¡Que nos rescaten de los eufemismos! Sólo nos falta, además de que nos fastidien, que nos traten como imbéciles.
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