En teoría, hace 35 años, cuando entré por primera vez en el aula de 'parvulitos' del colegio público en el que después cursaría la E.G.B., estaba iniciando un itinerario en el que los adultos de aquellos días, entre ellos mis padres, confiaban para que sus hijos e hijas se convirtieran en ciudadanos honrados y con un porvenir digno. Era finales de la década de los 70 del pasado siglo, y en esa clase vetusta en la que solía pasar las mañanas cantando canciones a la luna y a cierto elefantito que no podía dormir, el sistema educativo comenzaba a poner en marcha el plan que tenía establecido para convertirme, a más de 20 años vista, en un ciudadano capaz de afrontar los desafíos del siglo XXI. ¡Qué gran sinrazón!, cuando ni los mejores analistas eran capaces de anticipar cómo sería la economía del país a más de un año vista (la crisis económica que azotaba entonces, como ahora, a España no permitía ni previsiones fidedignas a un trimestre). En mi recorrido por ese destino preestablecido vi como a aquellos/as compañeros/as díscolos/as, que no se ajustaban al estrecho raíl que definía el sistema escolar, empezaba a etiquetárseles como alumnos/as no válidos para el sistema académico, muchos de los cuales se vieron obligados a tomar la bifurcación de la formación profesional, tan denostada en aquella época (no me atrevería a afirmar lo mismo ahora) por ser el destino de todo aquel/lla que 'no valía para estudiar'. La dinámica propedéutica del sistema unida a mi naturaleza obediente me hizo seguir a pies juntillas, cuasi hipnotizado, ese itinerario hasta llegar a la Universidad, que debo admitir me pareció 'un instituto grande', muchas clases teóricas y escasísimo valor añadido en forma de investigación y/o elitismo intelectual. Fue una experiencia interesante el matricularme en la Universidad ya que por primera vez tuve la ocasión de elegir algo al respecto de mi futuro. Antes había estado casi 15 años de mi vida siguiendo el camino que todo buen hijo debía recorrer, sin más dilación para recapacitar y mucho menos para protestar. Sin embargo, a pesar de estar sujeta a elección, las opciones universitarias también estaban restringidas bien por los planes educativos del momento, por las propias circunstancias económicas de mi familia o por las notas de corte. Así que decidido a alcanzar la recompensa final que 'prometía' el sistema, agoté mi etapa de estudiante universitario hasta alcanzar el último escalón, el doctorado. Una vida de más de 22 años de esfuerzos, de horas bajo el flexo y de mucho lucro cesante, es decir, de dejar de disfrutar de muchas amistades y de momentos de diversión por dedicarlos a 'mi obligación'. Y es que, como estudiante aplicado y brillante, me sometí voluntariamente a los 'experimentos' que buscaban que fuese una persona con 'saber', para posteriormente, y como fruto de la 'evolución' del sistema educativo, tratasen de adiestrarme en el 'saber hacer' (know-how), pero jamás procuraron educarme en el 'querer ser' (ni yo lo demandé rebelándome contra el sistema para no ser etiquetado como 'mal estudiante'). Una 'víctima perfecta' del sistema educativo que ahora a sus casi 40 años está buscando qué quiere ser en la vida. Hoy día vivo rodeado de muchas personas de mi generación que por motivos de la actual situación económica precisan reinventarse, como si de un engendro frankestiano se tratase. Y en la mayoría de los casos estoy observando que dicha 'reinvención' está pasando por una apuesta decidida de estas personas (y también mía) por aquello que queremos ser en la vida, aquello que nos gusta hacer y ser, aquello en lo que siempre fuimos felices y disfrutamos pero que, muy probablemente, se salía del camino que nuestra sociedad tenía trazado para nosotros/as. Hoy veo como personas con titulaciones oficiales y doctorados, muchos/as de esos buenos/as estudiantes, que han quedado en la cuneta del mercado laboral, están desarrollándose personal y profesionalmente haciendo pasteles que endulzan su vida y la de los demás, tocando el instrumento que siempre les apasionó, dando clases en el deporte que les permitía evadirse en los momentos difíciles, escribiendo historias, compartiendo lo que saben con los demás, etc. En definitiva, haciendo aquello que siempre les apasionaba pero que la sociedad del momento entendía que no les serviría para 'ganarse la vida' ya que se alejaba de lo establecido, de ese sistema educativo que prometía privilegios aunque fuese áspero con las pasiones humanas y ajeno a las voluntades y talentos de las personas que pasaban por él. Me atrevo a decir que, aún con varias generaciones de distancia, la historia que relato atenta con ser casi idéntica para nuestros/as hijos/as si no somos capaces de ayudarles a que encuentren su pasión en la vida, aquello que les gusta hacer y les hace sentirse plenamente personas, porque ello les ayudará a compensar los vacios que el sistema educativo les aporte a lo largo de sus vidas. El sistema educativo actual, aun con algunas mejoras evidentes, sigue sin educar en el querer ser de sus alumnos/as, y dejarlos/as a la única suerte de esa educación es, a mi juicio y viéndolo retrospectivamente, condenarles a un fracaso personal casi seguro, máxime con los retos a nivel social y ético (no sólo económicos) a los que se enfrentarán las nuevas generaciones. La educación debe tener como finalidad hacer realidad los proyectos de vida de las personas, no proyectar (planificar) la vida de éstas sin su consentimiento. Quizás por esta razón ahora muchos/as tenemos que 'reinventarnos'. ¡Qué sinrazón!
En teoría, hace 35 años, cuando entré por primera vez en el aula de 'parvulitos' del colegio público en el que después cursaría la E.G.B., estaba iniciando un itinerario en el que los adultos de aquellos días, entre ellos mis padres, confiaban para que sus hijos e hijas se convirtieran en ciudadanos honrados y con un porvenir digno. Era finales de la década de los 70 del pasado siglo, y en esa clase vetusta en la que solía pasar las mañanas cantando canciones a la luna y a cierto elefantito que no podía dormir, el sistema educativo comenzaba a poner en marcha el plan que tenía establecido para convertirme, a más de 20 años vista, en un ciudadano capaz de afrontar los desafíos del siglo XXI. ¡Qué gran sinrazón!, cuando ni los mejores analistas eran capaces de anticipar cómo sería la economía del país a más de un año vista (la crisis económica que azotaba entonces, como ahora, a España no permitía ni previsiones fidedignas a un trimestre). En mi recorrido por ese destino preestablecido vi como a aquellos/as compañeros/as díscolos/as, que no se ajustaban al estrecho raíl que definía el sistema escolar, empezaba a etiquetárseles como alumnos/as no válidos para el sistema académico, muchos de los cuales se vieron obligados a tomar la bifurcación de la formación profesional, tan denostada en aquella época (no me atrevería a afirmar lo mismo ahora) por ser el destino de todo aquel/lla que 'no valía para estudiar'. La dinámica propedéutica del sistema unida a mi naturaleza obediente me hizo seguir a pies juntillas, cuasi hipnotizado, ese itinerario hasta llegar a la Universidad, que debo admitir me pareció 'un instituto grande', muchas clases teóricas y escasísimo valor añadido en forma de investigación y/o elitismo intelectual. Fue una experiencia interesante el matricularme en la Universidad ya que por primera vez tuve la ocasión de elegir algo al respecto de mi futuro. Antes había estado casi 15 años de mi vida siguiendo el camino que todo buen hijo debía recorrer, sin más dilación para recapacitar y mucho menos para protestar. Sin embargo, a pesar de estar sujeta a elección, las opciones universitarias también estaban restringidas bien por los planes educativos del momento, por las propias circunstancias económicas de mi familia o por las notas de corte. Así que decidido a alcanzar la recompensa final que 'prometía' el sistema, agoté mi etapa de estudiante universitario hasta alcanzar el último escalón, el doctorado. Una vida de más de 22 años de esfuerzos, de horas bajo el flexo y de mucho lucro cesante, es decir, de dejar de disfrutar de muchas amistades y de momentos de diversión por dedicarlos a 'mi obligación'. Y es que, como estudiante aplicado y brillante, me sometí voluntariamente a los 'experimentos' que buscaban que fuese una persona con 'saber', para posteriormente, y como fruto de la 'evolución' del sistema educativo, tratasen de adiestrarme en el 'saber hacer' (know-how), pero jamás procuraron educarme en el 'querer ser' (ni yo lo demandé rebelándome contra el sistema para no ser etiquetado como 'mal estudiante'). Una 'víctima perfecta' del sistema educativo que ahora a sus casi 40 años está buscando qué quiere ser en la vida. Hoy día vivo rodeado de muchas personas de mi generación que por motivos de la actual situación económica precisan reinventarse, como si de un engendro frankestiano se tratase. Y en la mayoría de los casos estoy observando que dicha 'reinvención' está pasando por una apuesta decidida de estas personas (y también mía) por aquello que queremos ser en la vida, aquello que nos gusta hacer y ser, aquello en lo que siempre fuimos felices y disfrutamos pero que, muy probablemente, se salía del camino que nuestra sociedad tenía trazado para nosotros/as. Hoy veo como personas con titulaciones oficiales y doctorados, muchos/as de esos buenos/as estudiantes, que han quedado en la cuneta del mercado laboral, están desarrollándose personal y profesionalmente haciendo pasteles que endulzan su vida y la de los demás, tocando el instrumento que siempre les apasionó, dando clases en el deporte que les permitía evadirse en los momentos difíciles, escribiendo historias, compartiendo lo que saben con los demás, etc. En definitiva, haciendo aquello que siempre les apasionaba pero que la sociedad del momento entendía que no les serviría para 'ganarse la vida' ya que se alejaba de lo establecido, de ese sistema educativo que prometía privilegios aunque fuese áspero con las pasiones humanas y ajeno a las voluntades y talentos de las personas que pasaban por él. Me atrevo a decir que, aún con varias generaciones de distancia, la historia que relato atenta con ser casi idéntica para nuestros/as hijos/as si no somos capaces de ayudarles a que encuentren su pasión en la vida, aquello que les gusta hacer y les hace sentirse plenamente personas, porque ello les ayudará a compensar los vacios que el sistema educativo les aporte a lo largo de sus vidas. El sistema educativo actual, aun con algunas mejoras evidentes, sigue sin educar en el querer ser de sus alumnos/as, y dejarlos/as a la única suerte de esa educación es, a mi juicio y viéndolo retrospectivamente, condenarles a un fracaso personal casi seguro, máxime con los retos a nivel social y ético (no sólo económicos) a los que se enfrentarán las nuevas generaciones. La educación debe tener como finalidad hacer realidad los proyectos de vida de las personas, no proyectar (planificar) la vida de éstas sin su consentimiento. Quizás por esta razón ahora muchos/as tenemos que 'reinventarnos'. ¡Qué sinrazón!
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