Revista Literatura
Con estas palabras él alentó a su gente para que iniciaran la marcha. Como uno de tantos él había sido militar al servicio de la República. Eso no era perdonable en aquella época. Cada noche, con el calor de su cigarro, por que la manta, a estas alturas, era más un colador, entraba en un duermevela que le hacía soñar con una nueva oportunidad, más por su familia que por él mismo. La porqueriza de aquel cortijo se había convertido en su casa. El sabía que su mundo, el que el defendió con uñas y dientes, había dejado de existir. Su intuición le gritaba una y otra vez que los tiempos que llegaban no eran buenos para un rojo.
Una tarde, cuando los olivos empezaban a alargar su sombra, señal inequívoca que llegaba algo para llevárselo a la boca, se acercó a un grupo de compañeros que andaban también de porqueros. Un zagal estaba comentando que oyó como su padre, hombre de orden de día y con almohada roja, amarilla y morada de noche, y un funcionario del Ayuntamiento, estaban hablando de la Isla del Arroz. No podía el zagal poner muy en pie de lo que hablaban pero de una cosa estaba seguro, en la Isla nadie hacía preguntas….
Esto le sirvió para que su cigarro esa noche no le hiciera un nuevo agujero a su manta. No conseguí dormir ¿sería posible que existiese un lugar donde no se hicieran preguntas? ¿Y si el zagal mentía? ¿Y si el funcionario conocía la doble vida de su padre y aquello era una trampa? Pero ¿y si fuese cierto?....
Conforme las sombras de los olivos iban marcando la hora del rancho de cada día, él, como quien no quiere la cosa, fue enterándose de más cosas de la Isla. Estaba en Sevilla, después de Coria y Puebla, plantaban arroz, y una compañía que era la encargada de la explotación de aquella tierra salvaje, admitía a cualquiera que tuviera dos manos y dos piernas para hundirlas en el fango. A lo visto no importaba ni la edad, ni el sexo ni por supuesto la ideología, ¡eso era importante!
Ya lo tenía todo pensado, según oyó en uno de sus banquetes, se estaba preparando un grupo para salir en dirección a la Isla.
Con una de las chiquillas del cortijo, que acudía religiosamente a misa en la ermita del pueblo, mandó razón a su mujer. Ella viuda y huérfana de la República, pensó que su marido había perdido la razón. Estaba segura que tanto tiempo en las porquerizas le estaban haciendo desvariar. ¿Cómo se atrevía a mandarle razón? ¿No sabía él demás que estaba muerto….?
Armándose del valor que te proporciona el no tener nada más que perder, acudió aquella noche a la sombra del olivo.
-¿Qué me has traído?
- Nada, no tengo nada que traerte, los muertos no comen.
- Lo sé, pero resulta que yo no estoy muerto, resulta que estoy vivo, muy vivo, y no puedo dejaros a ti y a los niños a vuestra suerte. ¿Cuánto crees que tardarán en llevarse al mayor? En cuanto hagan averiguaciones se lo llevarán para que les diga dónde se esconde su padre….
-Que es esa locura de irnos a no se qué Isla.
- No es ninguna locura, es una nueva oportunidad. Dicen que allí no hacen preguntas. Tendremos una nueva oportunidad, son ya casi seis años entre unas cosas y otras y yo no aguanto más, o nos vamos o no me mandes más talegas, los muertos no comen…
No es seguro, pero creo que hasta en el periódico han anunciado un permiso para los soldados que esté aún en filas y sepan de arroz puedan irse a la Isla durante un mes.
-Y que sabes tú de arroz ¿eh?
- lo mismo que sabía de política, nada, pero si fui capaz de una guerra, seré capaz de plantar arroz y de cualquier cosa.
La conversación con su marido le arruinó varias noches de sueño y distrajo su hambre otros tantos días.
Cada vez las noticias llegaban más claras al pueblo, con lo que ella, poco a poco, fue renovando esperanza…
Una tarde, esta vez con la talega llena, regresó al olivo.
-Cuando mandes nos vamos ¡Quién dijo mieo!
-El la abrazó, sin lágrimas, y quedaran en un día y hora.
Durante la larga caminata de varias semanas, salteando controles militares, carroñando, durmiendo con los ojos abiertos los dos por turnos, ninguno de los dos hablaba del futuro. Eso era algo que dibujaban en sus mentes, pero el miedo les enmudecía.
Cuando llegaron a La Puebla, sin hacer preguntas, se enteraron dónde podía acudir si querían ir a la Isla del arroz. Tras varios días acampados junto a otras muchas criaturitas, subieron a un camión.
A poco de subir al camión, dejando atrás un cerro de pinos y eucaliptos, se les abrió ante sí una llanura inmensa, infinita, ¿dónde están aquí los cerros y los olivos? ¿Si tenemos problemas, dónde te llevaré la talega? Eran preguntas que ella se hacía y que su marido sólo fue capaz de leer en el fondo de su mirada.
Cuando un ayudante del conductor les anunció que quedaba poco, ella repasó con sus hijos sus nuevos nombres, sobre todo con el más pequeño, el miedo la había convertido en un sargento, sus hijos la miraban entre el temor al castigo y la sabiduría infantil de intuir que algo iba a pasar.
Cuando por fin el camión llegó a lugar llamado Alfonso XIII, siguiendo la fila que rápidamente formaron sus compañeros y compañeras de viaje, llegaron a la oficia de la Compañía.
No había vuelta atrás, dos hombres y le tocaba a él, ¿cómo habían decidido llamarle a la niña? Ah ya caía...
Con la boca seca como el esparto atinó a decir su nombre y el de su prole.
-Los papeles
-Lo perdimos todo en la guerra…
-Bien pues acércate allí y di que necesitas documentación para ti y para tu familia
Nunca más se pronunció el nombre de ninguno de ellos, ni siquiera en la carta que a los diez años se atrevió a mandar a su hermana. Eran otras personas, habían abandonado para siempre a aquellas que un día fueron. En la Isla del arroz habían renacido, habían encontrado la oportunidad robada a tiros, en la Isla crearon su hogar y allí siguen, auque nadie los conozca ni por su origen ni por sus verdaderos nombres. ¿Quién dijo mieo? Yo lo dije, pero me lo trague.
Así era la Isla, un lugar donde nadie hacía preguntas. A los unos les interesaba la mano de obra y a los otros, a los otros les interesaba vivir, que no es poco…. Enlazar