Hay un grupo barcelonino, Facto de la Fe y las flores azules, que tiene una canción extraordinaria, "Muertos", y cuyo estribillo, cantado con voces corales de sirenas, viene a ser este: "estaremos muertos toda la eternidad".
Y es verdad.
No hay vida eterna, no hay resurrección, no hay mano derecha ni izquierda de nadie, no hay reencarnación, no hay nada. Solo vacío, el perro de los egipcios.
Y entonces, ¿qué pasará con nuestras vidas, quién cuidará de ellas? ¿Quién amará a los que amamos? ¿Quién nos amará a nosotros?
Hace años escuché una entrevista a un periodista, colaborador habitual de la Cadena Ser y de quién no recuerdo el nombre, que promocionaba un libro desmitificando la muerte y se reía de frases tipo "hay que vivir cada día como si fuera el último", "así no se puede, es agotador", decía, y otras reflexiones por el estilo que comparto. Creo que el libro se titulaba "La muerte es una mierda", podría comprobarlo en santo Google pero prefiero que se mantenga con este título, errado o no, en mi memoria porque es verdad, morirse es una mierda.
Pero tranquilo, lector, no sufras porque no tengo intenciones de filosofar sobre la muerte, ni de hacerme las mismas preguntas que centenares de millones de personas se han hecho antes que yo, sin encontrar respuesta además. No, no se trata de eso, aunque sí quisiera reflexionar un poco en voz alta.
Mi naturaleza es de preguntarme continuamente ¿y por qué no?, una insatisfacción congénita con la que no sé si nací o me he encargado de cultivar a lo largo de los años, pero que me obliga a estar inquieto y remueve, con la tenacidad del tiempo, todas mis convicciones. Esta inquietud, que para otras personas como Carmen Grau sería pasividad, me ha inoculado en diferentes momentos de mi vida el virus de esa pregunta bendita, ¿y por qué no?. Momentos en los que inexcusablemente se han producido cambios de entorno, de vida, de compañía, de convicciones, de moral, de lugar, de pensamiento, de intenciones, de fe, de futuro...
Y me preguntaba, hace apenas un par de días, qué hubiera pasado si no hubiera sufrido la mordedura de la duda, qué sería de mi vida si no hubiera querido ver siempre qué hay más allá de donde estoy parado. Creo, con toda sinceridad, que me habría muerto, que ya sería una de esas personas que mueren con treinta y pocos años y las entierran con setenta. Pero también creo que ha de haber un límite, no se puede ir siempre hasta la siguiente esquina a ver qué se esconde en esa intersección, pensar que se ha encontrado el sitio y al cabo de cuatro días sentir de nuevo la necesidad de levantar el campamento. Ha de haber un lugar en el que uno se sienta cómodo, que diga aquí, este es mi sitio. ¿O no?
Y sigo con las preguntas, ¿el resto de la gente, no siente esa llamada de la curiosidad? Tengo amigos, familiares, conocidos, que viven igual que hace veinte, treinta o cuarenta años, en la misma casa, en la misma ciudad, con la misma gente, con los mismos gustos, los mismos hábitos, los mismos vicios, ¿cómo lo hacen?, ¿es posible que hayan muerto y no se hayan dado cuenta, que sean en realidad espíritus errantes que caminan entre nosotros con la apariencia de los vivos, porque su materia orgánica sigue funcionando, pero que en realidad sus sueños hayan muerto muchos años atrás, y con ellos sus propias vidas?
¿Cómo puede una persona vivir siempre siendo la misma? No se aburre de sí misma... Es muy probable que pase como en la canción del hombre merengue, don Kinito Méndez, y que el loco sea yo.
Siento un profundo desasosiego en mi interior por la infinidad de cosas que podría haber hecho en la vida y que no me he atrevido por cobarde, por pereza, por falsas convicciones, por imbécil, por tantos motivos como oportunidades perdidas. Una tristeza que no deja de crecer a medida que pasa el tiempo y la pista se hace más corta, la meta más cercana, las fuerzas menores, y el peso de la mochila, con todo lo no hecho, me aplasta contra el suelo.
Leí hace unos meses un cartel de esos que circulan por Facebook, esta vez sin faltas de ortografía, por fortuna, que decía algo como que de lo único que nos arrepentiremos antes de morir será de lo que no hayamos hecho, y la rotundidad de la afirmación resuena cada noche en mi conciencia cuando me acuesto.
Vivamos pues, no como si cada día hubiera de ser el último, pero sí conscientes de que es uno más que hemos podido aprovechar o desperdiciar. Flexibilicemos las líneas de lo posible, de lo correcto, del pensamiento, soltemos un par de puntos el corsé y miremos de respirar algo más profundo, quitemos trascendencia a las tonterías de la vida. Viajemos, comamos lo que se nos ofrezca apetecible, salgamos del círculo imaginario en el que creemos sentirnos cómodos y dejemos que la lluvia nos moje, que el viento nos zarandee, que los ladrones nos roben, que la gripe nos ataque por habernos mojado en un lugar desconocido, y no por estar frente a un ordenador con el aire acondicionado en marcha. E incluso, sin escribir con la textura cursi-barata de libro de autoayuda, mordamos la manzana prohibida del saber, porque de una cosa sí estoy seguro, nadie se ocupará de nosotros cuando estemos muertos.