En Budapest con el Parlamento y el Danubio de fondo, Enero de 2000.
Hoy se cumple un nuevo aniversario de mi primer viaje en avión, el cual yo considero iniciático y en algún punto profético, ya que significó una verdadera bisagra en mi vida. Si bien desde entonces, cada año lo recordé con especial afecto y nostalgia, éste año siento que el recuerdo es especial, ya que se cumplen nada más ni nada menos que quince años de aquella primera llegada al aeropuerto de Barajas y con él, el descubrimiento de lo que más placer me da en esta vida y el reconocimiento genuino de mi vocación.Quizás para muchos de mis lectores más jóvenes, criados en los tiempos modernos, con la instantaneidad de las telecomunicaciones, los acortamientos de las distancias y las amplísimas posibilidades del mercado para concretar un viaje, hablar de un viaje como si fuera una aventura podrá parecerles un despropósito o una exageración, pero lo cierto es que, por entonces, cuando comencé a viajar por el mundo no lo era.
Desde niño tuve la fantasía de recorrer el planeta para poder ver en vivo y en directo todos los íconos que éste atesoraba y, como no contaba por entonces con dinero ni con la mayoría de edad para alcanzarlo, la literatura se convirtió en mi primera experiencia de vuelo y los libros en mi equipaje de mano. Así es como con Las Mil y una Noches conocí los fastuosos castillos árabes, con La Vuelta al mundo en 80 días los lugares más significativos de Londres, Francia, España, el Canal de Suez, la India y los EEUU, y con los libros de arte y las guías visuales de los grandes museos del mundo comencé a armar mentalmente los itinerarios que algún día concretaría, cuando fuese grande y la posibilidad de viajar llegara.
Así es como cuando cumplí mi mayoría de edad el primer acto de adultez que tuve – sin dudarlo- fue la compra de un pasaje a Madrid por Varig Cruzeiro (vuelvo sobre los más jóvenes que no entenderán de qué hablo: Varig Cruzeiro era la aerolínea oficial de Brasil que luego quebró). El vuelo me costó novecientos cuarenta dólares y duraría cerca de 16 horas ya que tenía prevista una escala en Rio de Janeiro a la ida y en San Pablo a la vuelta.
Pero ese primer viaje no lo hice solo (claro está, no estaba preparado todavía y la necesidad de una compañía era vital para el éxito de la travesía) sino que lo hice con dos amigos: Eduardo y Alejandra, dos compañeros de la facultad de derecho con quienes por entonces nos encontrábamos terminando el primer año de Abogacía. Con ellos difruté al máximo mi estadía y recorrimos juntos Madrid, Roma, Florencia, Viena, Munich, un pueblito alemán que se llama Rüdesheim (del cual prometo un posteo especial y donde pasamos la navidad en un hotel donde los únicos huéspedes éramos nosotros tres) y París.
Durante los cuarenta días que estuvimos atravesando el viejo continente muchas fueron las cosas que nos sucedieron, tantas anécdotas vivimos que con ellas se podría escribir un libro entero y si bien muchas de ellas fueron el producto de nuestra inexperiencia como viajeros, otras sucedieron como consecuencia de la magia que se produce cuando decidimos quitarnos el reloj, tirar el mapa por la ventanilla del tren y largarnos a vivir lo que el destino nos propone.
2.
En el Palacio Real de Madrid, un domingo de Enero de 2000
A continuación les cuento algunas de las situaciones que vivimos (curiosas algunas, divertidas otras, bizarras todas)* Apenas llegados al Aeropuerto de Barajas (que por entonces no tenía la T4 ni era el mas cool de Europa) la policía aeroportuaria al vernos en estilo relajado y con las enormes mochilas de viaje, nos separó y fuimos interrogados acerca de cuáles eran los propósitos de nuestro viaje. Luego de exponer cuántos días íbamos a estar, mostrar el dinero, pasajes, reservas y demás, el policía me preguntó por mi profesión. Al decirle que estudiaba derecho, en tono jocoso él me contestó: ¿Y cómo va ese derecho? ¿Derecho o torcido?. Ante mi falta de respuesta ante el pésimo chiste me devolvió la mochila, los 10 rollos de fotos que me había secuestrado y revisado uno por uno y el pasaporte. Antes de irse me dio la mano y me deseó que tuviera un buen viaje.
* En viaje de Madrid a Roma, cuando el tren atravesaba la costa azul francesa, dos marroquíes ingresaron en nuestro camarote y a uno de ellos se le cayó una especie de polvera al piso, abriéndose ésta y derramando un polvo blanco que nos dimos cuenta enseguida que no se trataba ni de maquillaje ni de harina. Acto seguido, vino el guarda a pedir los boletos y sin que nuestros amigos se dieran cuenta le informamos lo sucedido. En la siguiente estación, cuando el tren paró, los africanos fueron detenidos por la policía de frontera y una vez abajo, uno de ellos antes de que lo esposen y mientras me miraba fijo, se pasó el dedo por el cuello en clara señal de lo que me haría si lo soltaran. Por suerte el tren arrancó y nunca más lo volvimos a ver.* Llegamos a Roma el 8 de diciembre y cuando ingresamos por primera vez en la Plaza San Pietro nos encontramos con ese gigantesco espacio invadido por esculturas de vírgenes de todos los pueblos de Italia que habían sido portadas hasta allí para ser bendecidas por el entonces vivo Juan Pablo II. Ahí nos dimos cuenta de que era el día de la Ascención y que había sido un regalo estar allí esa jornada por que el espectáculo visual que tuvimos fue único e irrepetible.
* Yendo en el tren desde Viena a Praga, cerca de las tres de la mañana llegamos a la frontera de la República Checa. La policía de frontera nos pidió la documentación y la visa (algo que no nos habían informado en Argentina que necesitaríamos para ingresar). Al no tenerla nos bajaron raudamente del tren y cuando éste partió, quedamos en una desolada estación, completamente cerrada y a la intemperie de un paisaje totalmente tapiado de nieve y con varios grados bajo cero de temperatura. Dormimos en los bancos de la estación hasta las primeras horas del otro día y cuando llegó el tren emprendimos el camino a Viena (de más está decir que nunca volvimos a Praga).
* En Munich, apelando a que nadie entendería lo que hablábamos, con mis amigos comenzamos un juego donde en medio de la conversación decíamos malas palabras. Así es como un dia, en el metro, quedamos solos en el vagón junto a una joven pareja. Mi amigo, como si estuviera solo, largó un improperio que no me animo a reproducir. Acto seguido escuchamos las carcajadas de la pareja. Para remediar el exabrupto me acerco y les pregunto: ¿Hablan español? Y me responden que sí con la cabeza. Emocionado los interrogo nuevamente: ¿Argentinos? Y la chica sonriendo me dice: No, uruguayos, de Montevideo.
Estas fueron algunas de las más significativas y como podrán imaginar hubo muchas más en ese viaje y en otros posteriores. Cada una de esas experiencias formaron y fortalecieron en estos años mi espiritu viajero. A partir de allí comencé a transitar el oficio de ser pasajero en trance (como dice la canción) y a vivir la dualidad que ello representa, ya que si bien algunos aseguran que antes que un oficio el viajar es un arte, en mi caso creo que ambas condiciones coexisten y son razón de ser una de la otra. El resto forma parte del contenido que compone, alimenta y nutre día a día este blog.