Hace solo unos días, leía en El País Semanal un reportaje sobre los motivos (confesos; quién sabe si, además, certeros, o reales...) de cincuenta prestigiosos escritores para su dedicación a la escritura. El abanico es, como cabe imaginar, bastante variado; pero llama la atención la recurrencia e insistencia en un argumento, el de la ineludibilidad, que, por lo demás, siempre ha sido muy socorrido a la hora de abordar estas cuestiones. Algo parecido me sucede a mí con la radio. Nunca me paré a calcular cuántas horas, al cabo del día, la tengo como telón de fondo, como eso que, en plan cursilón (y tan manido en publicidades al uso), se podría llamar “banda sonora de mi vida”. Pero les puedo asegurar que son muchas; en cualquier caso, y en términos relativos, bastantes más de las que paso sin ella. No siempre, como bien se puede suponer, prestándole la mínima atención que me permita enterarme con detalle de lo que se emite; pero no por ello tan despistado como para no prestarla cuando algo me sorprende y me pone, cual liebre recelosa de la cercanía del galgo, con las orejas alzas.
Ya me consta que no se trata de ninguna experiencia extraordinaria, ni anómala: es una vivencia que comparto con millones de congéneres, igualmente subyugados por la magia que conlleva, para los legos en los arcanos de la ciencia, que de un objeto inanimado puedan emanar voces y armonías. Pero como toda circunstancia común y cotidiana, cada cual vive la suya propia y la vive de su peculiar e intransferible manera: contarla, como hago yo ahora, no se trata sino de una burda y torpe manera de intentar transmitirla, con resultado, como mínimo, incierto; porque, aunque el sonido se exterioriza y su percepción física es abierta (de manera que se puede compartir), el sentimiento que genera se recluye en los recovecos de nuestro cerebro, y ahí se queda. Yo sólo puedo asegurarles, amigos lectores, que, sin la radio de fondo, siento que me falta algo importante; no necesario, pero sí placentero y aportador de un sentido de la calma y del orden del mundo que me asienta y me estabiliza (aunque lo que el locutor esté contando sea una tragedia en cualquier rincón del mundo).
Ése es el motivo por el que en mi vivienda, como ya pueden imaginar, si hay algo que no falta en número generoso, son aparatos de radio —incluyendo en el cómputo al ordenador, convertido habitualmente en un sintonizador más, dando fondo al “cibertrasteo” del que esta reseña es sólo un ejercicio puntual más...—. Pero ninguno tan antiguo y afinado como el que ilustra esta reseña, y al que hoy, con estas líneas, quiero rendir el homenaje que ya se iba mereciendo. Muchas gracias, amigo...
APUNTE DEL DÍA: el trabajo me atosiga. Pero mejor así, mejor...* Mi Buenos Aires querido XVIII.-