Hay personas que dicen no tener raíces. Incluso presumen de no sentirse de ninguna parte y ser ciudadanos del mundo.
Otros reniegan de sus raíces y de su origen, y cualquier otro país les parece un paraíso.
Existe también gente que le importa muy poco ser de aquí o allí.
Otros defienden a capa y espada, como se suele decir, su procedencia, y no dudan que se les reconozca allá donde quiera que van.
Es lógico dada nuestra condición humana y sus peculiares características.
Personalmente me conmueven esas personas que aman su pueblo con toda su alma.
Ayer, sin ir más lejos, me encontré a un amigo que al enterarse de que había nevado, no se lo pensó dos veces y se vino a Guardo a pasar unos días.
Como un chiquillo me contaba emocionado que había pasado la mañana recorriendo rincones que le eran familiares: la casa paterna, el barrio, la estación del tren, y hasta se atrevió a cruzar el puente de hierro como cuando era niño y competía con sus amigos a ver quien era el más valiente.
Llevaba en su mano una cámara fotográfica y me decía que había fotografiado todo lo que sus ojos habían visto.
Había querido rescatar retazos de su historia en aquellas instantáneas y guardarlas para siempre.
Pasó la mañana pisando nieve, recorriendo calles y plazas, despacio, como regresando a su origen.
Pasado y presente se fusionan entre si volviendo al punto de partida como una necesidad imperiosa de encontrarnos a nosotros mismos.
Y es que en el fondo yo soy igual que mi amigo. Aparecí aquí después de muchos años viviendo en el sur y he encontrado mi lugar.
Estoy de nuevo anclada a mis raíces.
No sabría vivir sintiendo el desarraigo en mi alma.
Cada cual que haga lo que crea conveniente.
P.D. De vez en cuando me abandonan las musas y entonces suelo rescatar antiguos relatos míos que Facebook me recuerda.