* raquel

Publicado el 04 octubre 2010 por Chinopaper

El canto tempranero de las chicharras augura agobio y siesta obligada, de la parra cuelgan racimos rechonchos y algunos gusanitos pasean sin apuro entre cabos y ramitas. Con la uñas negras y los labios rojos, Raquel revuelve perchas y cajones, amontonando ropa y más ropa sobre la cama desecha. Es difícil encontrar las prendas adecuadas, la combinación que no desentone. Quedar demasiado puta por un error de vestuario es imperdonable. Prende la tele para ver la temperatura y escuchar las noticias; la pava silba como loca y la manteca se hace agua sobre la mesada. Los perros ladran porque tienen hambre. Desde el espejo, apretado contra el marco, Paul Newman le clava su mirada azul mientras ella se acomoda las tetas y se calza el corpiño de la suerte. Apaga la tele y prende un cigarrillo. Que calor de mierda. Todavía no se puso los zapatos.

Pasó una mala noche, aplastada por la humedad y la baja presión, revuelta en sábanas transpiradas contando las vueltas del ventilador de techo. Se acostó tarde, como hacemos todos, estirando las últimas horas sabiendo que el tiempo se acelera cínicamente. Nos vamos a dormir cada vez más tarde exprimiendo los minutos, pero cuando cerramos los ojos y apoyamos la cabeza en la almohada un velo negro y pesado recubre las ilusiones, soñamos demonios y en pocas horas el nuevo amanecer nos encuentra más viejos, más cansados, y con la sonrisa gastada. Son las siete de la mañana pero parecen las diez. Raquel está lejos de marchitarse pero ya no da flores. No hay secretos ni fórmulas para eso, es algo que pasa, y como todas las cosas, pasa sin aviso. El cigarrillo se acaba y empieza la rutina. Siete y cuarto el tren, siete y media el colectivo.

Las palmas se extienden blandas sobre la mesa, leyendo en las vetas de la madera los secretos que anteriores visitantes dejaron escritos en sudor de borracheras. Tony la mira limpiar concentrada, como si realmente fuera importante que todo esté impecable, como si hiciese diferencia. Es un buen tipo, por eso no va a decir nada de lo que pasó ayer, ni una palabra. Raquel no lo mira, sigue con lo suyo. Termina de trapear el piso y se pone a acomodar las copas; ella tampoco tiene intenciones de decir nada, está cansada y le duele la espalda, no se puede tener una conversación tranquila así. Igual, ambos saben que esa conversación no va a llegar. Ya está, ya pasó.

Los clientes son cucarachas que toman cerveza y comen maní. Es hora del almuerzo pero la cocina está tranquila. Tres mujeres entran y eligen una mesa contra la ventana, la más joven se saca los zapatos, apoya las plantas sobre las baldosas frías y el placer se le dibuja en los pómulos suavizándole la mirada;  es rubia, alta y tiene cuatro o cinco kilos de más que no puede disimular metida en esa musculosa roja. Raquel piensa que esos zapatos que descansan bajo la mesa no deben apretar tanto como los suyos.


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