Relato desde un café...
Busqué el café, ese con mesas afuera donde tantas veces había estado, pero no lo podía reconocer. Si era éste, entonces sería que lo habían arreglado. Sé que estaba en esta ubicación, a este lado de la calle a mitad de cuadra, pero no era el lugar que recordaba.
Sin embargo el mismo nombre, ahora diseñado con letras asombrosamente modernas de estilo minimalista, distinguía su fachada. Así es que tomé seguridad y empujando la puerta, entré.
Me instalé cerca de la ventana, donde solía tomar asiento. A esta hora no había mucha gente y el local estaba más bien desocupado. No, no lo reconocía. Definitivamente habían reemplazado las lámparas por unas de acero inoxidable completamente diferentes a esas con luces más bien cálidas que antes había. También las mesas eran ahora más pequeñas y de superficies lisas de apariencia más actual. Sin duda habían pintado las paredes, no sé porqué les puede haber interesado tanto remozamiento, el hecho es que el espacio se me aparecía más amplio aún cuando habían varias mesitas más.
Se lo pregunté a la muchacha que me atendió.
“Tenemos la franchise de una cadena internacional. En todas partes los muros están pintados con los mismos colores y los muebles son iguales, idéntica iluminación, pisos cerámicos como éste; todo se ha modernizado y está arreglado igual que en Buenos Aires, Toronto o Barcelona. Quedó lindo, no?”, me respondió.
No sabría si calificarlo de lindo, quizá sólo de limpio e impersonal, de un espacio sin historia... pero bueno, al menos había comprobado que estaba en el lugar correcto. Ya estaba acá.
“Tráeme un café, por favor”, solicité, mientras abrí mi periódico.
Diligentemente ella regresó con un vaso chico con agua con burbujas. Y también con una taza con ese inconfundible aroma del café espresso recién hecho. Me advirtió que no me dejaba un cenicero porque ahora ya no se puede fumar.
Algo me faltaba, algo que ahora no estaba... Para mi sorpresa no me había traído la raspadita!
Siempre que vine acá, en temporadas previas a que arremetieran con esta remodelación, tenían la cortesía de agregar esas masas típicas de la zona que llaman con el curioso nombre de raspaditas.
Recuerdo que una vez incluso pregunté a qué se debía tal denominación y me explicaron, tomándose todo el tiempo del mundo y con esa amabilidad tan característica de quien no tiene realmente ninguna otra cosa más importante que hacer, que la mezcla preparada con harina, agua, sal y grasa es dispuesta en un horno de barro calentado con fuego a leña. Evidentemente se hacen a un lado las brasas para ir disponiendo rodajas de masa chata que, tornándose doradas y tersas al ir cociéndose, salen bastante oscuras por debajo. Finalmente, al retirarlas del calor, se las raspa con un cuchillo para quitarles lo quemado.
Me explicaron también que desde que se asentaron en esta localidad, muchísimos años atrás, armaron los característicos hornos de barro donde a campo abierto fueron preparando las masas compactas, saciadoras, que son las que conocemos hoy como raspaditas. Es decir que junto con los primeros poblados, se vienen horneando acá estos panes que han quitado el hambre a tantos, sobretodo a quienes trabajaron en las zonas rurales antes del tiempo en que se construyera la ciudad.
Los campesinos iban a arar la tierra o a trabajar en la cosecha con ellas en el bolsillo, para tener a qué apelar en momentos de necesidad. Como son duritas, secas, estas masas no se ponen añejas tan fácilmente sino que mantienen su textura que da gusto mordizquear con una cierta fuerza para desprender un trocito y hacerlo durar en la boca, paladeando el salado con un dejo algo graso de su sabor.
Comentaron que esa tradición popular de tener las raspaditas calientes para ofrecer al forastero, perduró una vez establecidas las coordenadas urbanas y levantadas las construcciones. Así, no solamente fue la generosidad rural la que salió al encuentro del visitante con las características masitas, sino que la ciudad se ufanó también de recibirlos con el mismo cariño dando origen a un trato afectuoso basado en los modales de entonces. Es más, cuando las cafeterías abrieron sus puertas sobre las calles céntricas ya casi un siglo después, tomaron la costumbre de recibir al cliente con raspaditas recién horneadas acompañando el té o el café.
Es verdad que no se pudieron cocinar directamente en los locales comerciales, pero si adquirirlas desde una amasandería que las distribuía diariamente de boliche en boliche, trabajando sus hornos con leña tal como se hacía antiguamente para poder mantener el característico sabor de lo hecho a las brasas y su correspondiente raspado de lo quemadito por debajo.
¿Por qué, esa estupenda tradición de dar la bienvenida con un alimento de consistencia contundente pero tamaño relativamente pequeño como es el de estos pancitos en cuestión, ha cesado tan súbitamente y sin explicación alguna?
Llamé a la misma señorita que me informara sobre el asunto del franchise a ver si podía dilucidar este nuevo desconcierto.
Se acercó mirándome con bastante sorpresa, como si mi consulta sobre la ausencia de lo que me parecía irreemplazable estuviese completamente fuera de lugar.
“Usted no las ha solicitado”, dijo. “Y además, ahora ya no tenemos raspaditas. Si quiere acompañar su café con algo para comer, puedo traerle unas medialunas. ¿Cuántas le gustaría pedir?”, agregó con el tono de la sutil impaciencia que sienten los comerciantes cuando están a punto de vender algo.
Pedí dos, porque me pareció que una sola la dejaría a ella desconforme, aunque antes una sola masita era más que suficiente. Incluso ocurrió en varias oportunidades que las conversaciones con mis amigos se extendían, como si el tiempo juntos tuviera la propiedad de dilatarse, gracias a que alguno seguía desmigajando lentamente entre sus manos el panecillo para paladearlo con la tranquilidad que esa consistencia pesada imponía. Pero pedí dos medialunas por si me daban tiempo a terminar mi periódico sin interrupciones.
Sólo que no pude evitar pensar en la Media Luna como un signo que fue adoptado por los turcos otomanos festejando su conquista de Constantinopla en el año 1453... esa media luna que luego pasara a ser un emblema de todo el mundo musulmán.
Constantinopla, la que antes de Constantino fuera Bizancio, ciudad agradecida de su diosa lunar Artemisa por haberla salvado de un asalto. Bizancio, que puso la luna fina de esa diosa protectora en sus estandartes para mantener viva la memoria de la noche en la que sus defensores pudieron evitar un ataque nocturno, detectando una brecha que vieron en las murallas gracias a la luz blanquecina. Bizancio y su significativo emblema que hicieron propios los turcos al hacerse de la ciudad del Bósforo y seguir, más adelante en la historia, invadiendo territorios.
Fue en 1683 que los otomanos al mando del gran visir Kara Mustafá, después de haber conquistado la mayoría de las regiones ubicadas a orillas del río Danubio, levantaron un cerco en torno de Viena a la que querían dominar para adjundicársela, como hicieran dos siglos antes, con Constantinopla.
Pero los vieneses aguantaron resistiendo bien el cerco sin rendirse, aunque los turcos rodearan sus murallas e intentaran socavarlas por debajo cavando únicamente de noche para no ser sorprendidos. Nadie los escuchaba mientras dormían. Sólo que, allá como acá, hay quienes trabajan para cuando nos despertemos y los panaderos amasaban una noche cuando escucharon el trabajo incesante en torno a la amurallada ciudad austríaca y dieron la señal de alarma. Al final, fueron los defensores los que terminaron tomando por sorpresa a las tropas musulmanas, obligándoles a levantar el sitio y después expulsando al ejército enemigo.
Por eso los panaderos de Viena, mofándose de los turcos otomanos y en señal de agradecimiento a sus soldados, elaboraron un pan con la forma de su media luna. Un pancito que después los refinados franceses del siglo XIX terminarían llamando croissant.
Y heme aquí en frente de mis dos medialunas, croissants de masa de hojaldre, que mantienen esa forma curva de la media luna fértil de Artemisa. Facturas, como también las llaman pasando por alto al distintivo signo del mundo musulmán, preparadas con manteca o con grasa según sean dulces o suavemente saladas, pero siempre tan típicas del desayuno francés. Eso, pancitos afrancesados, hechos con masa de hojas y barnizados con un especie de almíbar que las hace más brillantes.
Tal vez será porque ya mi café se ha ido enfriando, el asunto es que al intentar partir la medialuna sosteniéndola entre mis dedos, me pareció que su masa se estiraba demasiado y resultaba exesivamente liviana, casi insustancial. Será que le ponen mucha levadura o será por el extracto de malta, no sé cómo se las arreglan para que sea tan esponjosa. Es casi como comer aire, no poderla ni masticar y ya pasa a estar en alguna fase ulterior del proceso digestivo, quedando en el paladar un gusto avainillado que preferí tornar más amargo con un sorbo del líquido de mi taza. Dos, tres mordiscos y he terminado con lo de las medialunas, no quedan de ellas más que unas cascaritas deshojadas sobre el plato.
¿Saciedad? Ni hablar! Más bien el sabor de lo efímero, de lo que la cafetería que últimamente se ha puesto arribista y pretende pasar por internacional, considera que le da ciertos aires de mundializado. Comida veloz que lleva a ingerir más imagen que otra cosa, que deja en la boca la necesidad de pasar el gusto con el último sorbo del café ya frío, tal como la cultura de este nuevo siglo que va uniformando todo para no profundizar en la raiz de ninguna experiencia, para no asumir las diferencias que nos dan identidad, para pasar por alto las tradiciones locales que tienen sus significados para las costumbres.
“Acá está su cuenta”, me dice entregándome un papelito impreso la mesera apurada, seguramente queriendo desocupar el asiento porque el local se ha ido llenando de clientes.
Sí, por supuesto, bastante más caras estas medialunas que la raspadita de antes. Hacen buenos negocios, eso es lo que más les interesa, las ganancias en dinero y el poder fugarse del tiempo del ocio en el que puedan emerger preguntas inquietantes.
Pero además sigo teniendo entre mis dedos este asunto medio pegajoso del almíbar con que las hacen parecer brillantes... ¿cómo hago? ¿me despido de la muchacha con un par de suaves palmaditas en su hombro que disimulen de paso que me estoy secando los dedos en su camiseta? ¿dónde puedo limpiar este pegoteo que me molesta?
Sin duda en algo que sea de otro y no mío, en la silla, en la mesa tan moderna, porque la servilleta ya está sucia, no en mi periódico que quiero seguir leyendo, más bien en algo que evidencie la irritación que nos produce ir renunciando a lo que nos caracteriza, que deje en claro este trato desalmado que nos estamos dando, que manifieste que lo de los demás ya no nos importa un bledo, menos aún nos interesan los que son foráneos y no se prestan a para hacer negocios.
Pasamos por todo lo más rápido posible, encerrados como estamos en nuestras conductas desconfiadas, alejados de los demás y de nosotros mismos, sintiéndonos más solos que nunca en el mundo interconectado donde ya no nos acogemos, no nos queremos, no nos cuidamos unos a otros.
O mejor, me chupo bien los dedos para terminar con el pegajoso sabor de lo mundializado.