Laura sacudía el sobrecito de azúcar que el camarero había colocado estratégicamente junto a su taza. Miró su reloj mientras disolvía el azúcar en el café; las siete y media. Hacía ya veinte minutos que Paula y Cristina debían estar charlando junto a ella. Seguro que Paula se ha entretenido admirando sus nuevas tetas de caucho, murmuraba mientras dejaba la cucharilla gotear sobre el platillo. Su móvil se estremeció sobre la mesa. Era Cristina. No podía venir. Su hijo Fran volvía a tener anginas. Lo más seguro es que se las extirparan el viernes. El móvil volvió a vibrar dos minutos después. Esta vez era Paula. Sólo envió un escueto mensaje para no tener que dar demasiadas explicaciones.
Laura se había quedado únicamente con su taza de café. Dirigió su mirada hacia el exterior. Comenzaba a llover con fuerza. La gente corría en busca de un lugar donde refugiarse. De repente, la puerta de la cafetería se abrió de golpe. Un joven desaliñado y desgarbado entró tambaleándose hacía el interior. Con un suspiro de alivio pidió una gran taza de chocolate caliente. Laura lo observaba con curiosidad. Aún eran las ocho menos diez. El café se había agotado y lo único que le pedía su cuerpo era una gran taza de ese chocolate caliente.