Realidad, ficción y encantadores de serpientes

Ocurre a veces que la realidad no supera a la ficción, sino que se convierte en ella.

Que me expliquen, si no, cómo es posible que los encantadores de serpientes tengan más vida en la literatura, en el cine y en mi imaginación que en la plaza de Jamaa el Fna, en Marrakech, donde el único encantamiento a la vista es el de sacarle el dinero al turista de cualquier manera posible, incluyendo achuchar al bicho al visitante desprevenido para conseguir que lo toque.

O que las famosas y bellas Kasbahs sean más verdaderas en Gladiator u otras súperproducciones de Hollywood donde aparecen que en la realidad, tal y como se encargan de recordar machaconamente los guías locales. Mea culpa; el turismo en masa tiene en su poder una varita mágica al revés que convierte en sucedáneo todo lo que toca.

Cuando parecía que este viaje navideño estaba destinado a convertirse en una ficción, como si en lugar de un billete a Marruecos hubiéramos sacado una entrada para Disneyland, nos topamos con Ibrahim (en la foto), el menor de una familia bereber de diez hermanos. Además de arrojar un poco de luz acerca de la cultura bereber (sobre la que, he de reconocer, lo ignorábamos todo) nos habló de su vida en la alta montaña junto a su familia de nómadas; de las jaimas en verano y las cuevas en invierno, cuando todos duermen juntos, alrededor de las brasas del fuego, para darse calor; del sabor de la carne de dromedario y el color cambiante de las rocas según avanza el día en la estrecha garganta por donde paseábamos. Y se despidió de nosotros con estas enigmáticas palabras: “todo está bien”.

De vuelta al correo electrónico saturado, al aumento de las tarifas de transporte público y al aire tóxico de la ciudad no es fácil recordar las mil tonalidades de aquellas rocas, pero algo queda de esas palabras porque todavía resuenan en la memoria.