
Hace unos días estaba en un bar tomándome una caña fresquita cuando me pusieron una tapa un poco extraña. No voy a desvelar lo que era exactamente porque tengo intenciones de repetirlo algún día y así queda el suspense en el aire. El caso es que era algo que siempre había visto hecho de una o dos maneras muy parecidas y esto era como darle la vuelta a la tortilla a ciegas, bailando y en medio de un terremoto: una auténtica locura digna del mapache.
El caso es que a pesar del rechazo inicial, al probarlo resultó fascinante. Una salsa de limón, menta y pimienta increíble que me hizo olvidarme de la receta tradicional.
Recientemente compré jugo de yuzu, un cítrico de Asia oriental (qué raro siendo yo...) del que me habían hablado maravillas. Y bueno, la verdad es que sabe y huele increíble y también es caro como él solo.
Pero no sólo eso, también me decepcionó un poquito. ¿Por qué? Porque nuestros limones de hace veinte años no tenían nada que envidiarle a la nueva moda asiática. Nuestro mapache aprendiz se puso en modo batallitas del abuelo y nos contó que, en su infancia, solía pasear por unos limoneros de la costa murciana. Limoneros ya extintos, ahora construcciones de hormigón y/o cemento, limoneros alejados de las prisas capitalistas y de los excesos químicos.
Limoneros que daban limones y aromas que ahora nadie conoce. Un limón actual de supermercado e incluso de frutería es anodino. Está muerto, no tiene color, sabor ni aroma. Sólo es ácido y escupe un triste jugo que intenta rememorar tiempos pasados.
Una tristeza que se contagia y que nos apena. Así pues, el yuzu tan sólo es lo que fueron nuestros limones, ni más ni menos (al menos, en cuanto a sabores y olores).
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