El primer día de febrero de 1978, cuando yo no tenía ni seis meses de empezar a respirar el aire del mundo, cuentan que murió Cafrune, en una madrugada aciaga cuando se dirigía a caballo a Yapeyú a participar de un homenaje al general José de San Martin. A medio camino, en mitad de la nada fue atropellado por una camioneta, sin llegarse esclarecerse del todo. Sus allegados siempre sospecharon de que fue un asesinato político: “Es sabido que López Rega dijo que Cafrune era más peligroso con una guitarra que un ejército con armas. Es sabido que sus discos estaban prohibidos: En Radio Nacional de Córdoba guardan un disco que tiene los temas que no podían pasarse tachados con birome en la tapa y rayados con un clavo adentro. Entre ellos estaba Zamba de mi esperanza. ¿Sabés cuál era la palabra prohibida...? Era la palabra esperanza”. (Yamila, hija mayor de Cafrune, en una entrevista a Página/ 12).
Este nombre me ha acompañado toda la vida. Lo quiera o no, pegado como una lapa a mi memoria. Me lo dijeron una vez, cuando pregunté a mis mayores quién cantaba esas piezas tan sentidas, nunca más lo olvidé. Por mi cabeza han pasado muchos nombres del folclore argentino, pocos se han quedado, a decir verdad. Desde pequeño he sido permeable a la música del norte argentino, como si fuera algo natural. Tampoco es que sea gran cosa; los bolivianos, sobre todo los fronterizos y los que vivimos en la parte andina somos muy querendones de las zambas y chacareras, éstas últimas compartidas entre ambas fronteras, en toda la región chaqueña.
Pero la zamba se lleva la flor, no falta una reunión entre amigos, una celebración familiar o una excursión al campo, para que en una noche de fogata alguien saque la guitarra y con estrellas en el firmamento o no, arranque con su característico “¡adentro!”. Este grito introductorio (no siempre presente) y otros compases (esos dos tiempos repetidos), se parecen mucho al de nuestra cueca con la diferencia de que la zamba es más melancólica y de ritmo más lento. Además, la cueca es siempre bailable, aún cuando versa sobre penas y desgracias, y dependiendo de las regiones, es más o menos pausada o sumamente rápida. Tal vez ahí radica la debilidad nuestra por la zamba, porque son tantas las coincidencias que resulta fácil imaginar que ambos géneros tienen un origen común, llegado de ultramar. Al oír al “turco” Cafrune, interpretando La Añera, en todo momento creo estar escuchando una de nuestras cuecas tradicionales.
A raíz de la última navidad, he desempolvado algunas canciones de Cafrune. Tanto tiempo sin oírlo, casi una década, quizás. Aunque, como dije antes, en cualquier serenata cantamos esas canciones que él popularizó. Este hombre tenía una manera tan personal de interpretación que, por mucho tiempo, creí que las canciones eran todas suyas. No soy ningún letrado en el folclore argentino, así que, saber que cantaba piezas de Atahuallpa Yupanqui, Horacio Guaraní, Facundo Cabral y otros compositores, fue una gran sorpresa para mí, porque el “último payador perseguido” parecía sentir tanto las letras como si él las hubiese parido, con sufrimiento y dolor. Como escribe un articulista, “Cafrune no interpretó grandes éxitos. Él los hizo grandes, con la voz y la guitarra como único capital”.
Cuando lo oigo a dúo con Marito -un fenómeno que podríamos asumir como nuestro Joselito del sur-juntando esas voces tan antagónicas en canciones como “Virgen india”, “la viajerita”, “el niño y el canario”, etc., uno no puede hacer otra cosa que sobrecogerse de la emoción. Callarse hasta el absoluto y paladear ese prodigio de voces, ¡por Dios!, a pesar de ser un agnóstico convencido, me desarma espiritualmente, esa canción fervorosa en homenaje a la “Virgen india”. Qué me importa su letra y su mensaje religioso. El sentimiento en las voces es incuestionable. Eso sí, yo me quedo con la forma, no con el fondo. Es una pena que Marito haya brillado como una estrella fugaz; ese destino implacable que lo castiga todo, como castigó al Canario español. Luego de la aventura con Cafrune, se dice que Marito cayó en picada, sin recuperarse jamás. Ahora vive y trabaja de personal normal.
Esta añoranza, este resurgir de esta querencia, se lo debo a mi tío, que en plena Nochebuena se puso a cantar sus canciones, aprovechando que sobraba vino después del brindis y la cena acostumbrada. Viendo que todavía era temprano, pidió a uno de sus vástagos que desenfundara la guitarra… ¿qué se creían? ¿que íbamos a pasarnos la noche oyendo villancicos? Es increíble que desde sus épocas de estudiante, mi tío no haya olvidado los acordes de sus zambas queridas, las de Cafrune, por supuesto. Cuando él empuña la guitarra, parece retornar a tiempos felices, inconfesables, la emoción lo traiciona. Y sin practicar, para que quede claro. Si hasta arrastraba las palabras en algunas estrofas como hacía el gran folclorista jujeño, vecino nuestro, razón para que lo queramos más. Y tal parece que él se sentía muy a gusto en nuestra tierra. A tal punto, que nos regaló su particular versión del segundo himno de Cochabamba. Definitivamente fueron otros tiempos cuando vinieron a pasear su música, allá en los lejanos años setenta, folcloristas internacionales como Cafrune, Horacio Guaraní, Los Chalchaleros, Los Cuatro de Córdoba, etc. Ahora nos ofrecen actuaciones de Los Nocheros o La Sole, como lo más granado. ¡Ni pagados!
P.S. Aquí algunas otras grandes canciones de su amplio repertorio:
- Oh Cochabamba querida
- La Viajerita(con Marito)
- Cuando llegue el alba
- Luna cautiva
- Coplas del payador perseguido
- Zamba para decir adiós