Recuerdo

Publicado el 22 noviembre 2012 por Dolega @blogdedolega

Llegó a la puerta del sol con parsimonia. A pesar del frío, estaba siendo un paseo agradable. La gente que iba y venía a su alrededor, le recordaba a las hormigas en torno a su hormiguero. Siempre había una frenética actividad en torno a los hormigueros. Le fascinaba cómo sus miembros hacían su trabajo de manera eficaz. No había nada que las desviara de su cometido, a no ser que fuera una acción violenta del hombre ó correctora de la naturaleza. De repente, sintió el irrefrenable impulso de cortar aquel ritmo monótono y eterno de gente en movimiento.

-Perdone, ¿Tiene hora?

El interpelado apenas bajó el ritmo de su paso, a la vez que echaba una mirada furtiva a su muñeca.

-Las nueve menos cuarto- contestó sin apenas levantar la cabeza y recobrando el ritmo de marcha inicial.

No tenía prisa, la verdad es que le quedaban al menos media hora de espera.

Levantó la vista de los adoquines y miró fijamente la enorme lona que cubría de arriba a abajo el edificio que tenía enfrente. Un gigantesco utilitario rojo se anunciaba como la solución a una felicidad aún por descubrir, escondida entre sus asientos y sus caballos metálicos listos para dar placer a raudales a todo aquel que se decidiera a poseerlo.

Metió las manos en los bolsillos de la gabardina a la que le había subido el cuello un minuto antes. En la derecha jugaba con el paquete de tabaco. Le daba vueltas haciendo que sus dedos fueran el eje sobre el que se movía sin parar la cajetilla de cartón.

El recuerdo de su larga melena se propinó una punzada de dolor. Volvió a ver sus cabellos cobrizos, brillantes y alborotados moviéndose al compás de sus caderas, bailando la danza del placer sobre su pecho.

Se miró los zapatos mientras giraba por la calle preciados. No estaban muy limpios, nunca los llevaba brillantes, como su pelo cobrizo.

Con la izquierda jugaba de manera nerviosa con el encendedor barato que hacía unas horas había comprado en un estanco. Era naranja, no le gustaba el naranja, pero la mujer no le había dado opción. Su mirada aburrida le había dicho que no estaba dispuesta a cambiarlo.

Hacía frío, pero seguía andando hasta su destino, ya estaba llegando. Se detuvo frente a la tienda de libros y la vio a través del cristal. Allí estaba, con su larga melena. Era hermosa, muy hermosa. Sus largas piernas, sus menudos pechos y esa forma de ladear la cabeza al sonreír, le daban un atractivo especial. Encendió un cigarrillo y empezó a recordar. Su cuerpo moreno abandonado al placer sin rincones ocultos, sus largas piernas enlazadas con las suyas y el abrazo profundo contra su cuerpo. Miró el cigarrillo entre sus dedos y aspiró una enorme bocanada de humo apretando el filtro entre sus labios, hasta que sintió que se quemaba.

Siguió mirando fijamente hacia la tienda. Ella sonreía y le alargaba un libro a un joven atractivo que le correspondía con entusiasmo al gesto y se iban los dos hacia el mostrador en animada charla.

Volvió a sentir la punzada de dolor al recordar su voz, sus suspiros, sus gemidos de placer doblada sobre su cuerpo.

¿Sería igual con ese joven, por ejemplo? ¿Podría ser igual con cualquier otro ó era solo así con él?

Un escalofrío recorrió su cuerpo y no supo determinar si era por el frío ó por la ira que sentía, pero lo acalló aspirando con fruición el resto del cigarrillo que le abrasaba los dedos. Lo tiró y piso la colilla con un odio que no había sentido nunca hasta ese momento. Tendría que limpiar los zapatos cuando llegara a casa, tendría que dejarlos brillantes como su pelo cobrizo.

Al instante, decidió no esperar a que cerrara la tienda. Había que acabar cuanto antes el tema, alargarlo era sufrir innecesariamente, era sentir esa punzada de dolor que cada vez era más profunda.

Empujó la puerta de cristal y las campanillas metálicas puestas para avisar de que alguien había entrado, empezaron a sonar alegremente. Ella se giró con un libro de arte en la mano. Era un libro enorme, de esos caros que tienen su valor en las láminas de pintores famosos que muestran y que apenas tienen letras que leer. Quizás unas breves descripciones de las famosas imágenes que llenan sus páginas.

Todo fue silencio, un corto y profundo silencio. Se cruzaron sus ojos una milésima de segundo antes de que los tres Surikens  volaran a velocidad de vértigo y se incrustaran estratégicamente en su cuello.

No tenía ganas de ver su cara de sorpresa ni sus ojos perdidos ni sus pulmones buscando aire mientras agonizaba, así que le dio la espalda y caminó despacio hacia la puerta acristalada. En ese momento, escuchó un sonido gutural que predecía una garganta llena de sangre y volvió a recordar su cuerpo, en un abrazo profundo exhalando gemidos de placer y la punzada de dolor se hizo insoportable y su mano, cobró vida propia y saltó del bolsillo de la gabardina a su cabeza, liberó el primer kanzashi  de su pelo y sin girarse siguiera, lo lanzó de manera certera a la mitad de su frente, liberó el segundo y con exquisita destreza de Kunoichi lo envió a sumergirse en el mismo centro de su pecho, entre esos senos turgentes que se restregaban hacía pocas horas sobre él.

Salió de la tienda con parsimonia, hacía frío y la calle, se iba quedando semivacía a medida que cerraban las tiendas. Sacó un cigarrillo, el encendedor naranja y se dispuso a saborear el tabaco despacio, como después del placer.

Ya no sentía la punzada de dolor. Ahora solo tenía en la mente el recuerdo. Ese maldito recuerdo de cuando entró en casa, de cuando los vio, de cuando pudo escuchar el placer de sus cuerpos en ese abrazo profundo enmarcado en aquella cabellera cobriza y brillante.

Su melena rubia, liberada de las armas de oro, se fue desenredando lentamente en su espalda y quedó perfectamente lisa y quieta igual que ella, mirándose los zapatos que tendría que limpiar cuando llegara a casa.