Revista Fotografía

Recuerdos aldeanos, camín de Marabio. Por Max.

Publicado el 13 mayo 2011 por Maxi

¡Que le vamos facer! de vez en cuando me apetez xuntar letras, tengo el vicio enraizau, reconozco que así entretengo el monótono paso de las horas, espantando a su vez el pernicioso aburrimiento, pero no dejo de preguntarme, si verdaderamente: ¿merecerá la pena dejar constancia de unos recuerdos de infancia que quizá a nadie interesen? Dirán que es vano -con la que está cayendo- perder el tiempo pulsando teclas… puede que sea esta la válvula de escape que nos queda a unos cuantos antiguos a la fuerza de tan viechus, que disfrutamos rebobinando a nuestro antojo. Aparte de la íntima satisfacción de auto-engañarse, creyendo que los hechos se vuelven más reales por tenerlos plasmados como caprichosos garabatos en una hoja, fijados y modelados a nuestra manera, con la inestimable y correctora ayuda del olvido. Conscientes de la imposibilidad de volver a vivirlos, aunque al pasar esos recuerdos al papel, esperas cobren una nueva dimensión, o por lo menos como mal menor, que sirva para librarte de ellos, posarlos, descargarlos de unos hombros, que se van agachando con el peso de tanta carga de sentimientos, alegrías, frustraciones y sobre todo del cruel paso de los años. Estoy convencido que la completa felicidad es el estar papando moscas, soñando despierto, pero esa cabrona placidez, se parez tanto al ensueño que sustenta el feliz recuerdo…

Para los que nada conocen de aquellos tiempos, y que consideran a los campesinos como unos redomados haraganes, por que ven ahora, sus campos abandonados y en barbecho, les tengo que decir que hubo otra época en que por aquellos paraísos perdidos, reinaba la febril actividad. ¿Qué les puedo contar a esas gentes de ciudad, para tratar de convencerles? Pensarán que son puros cuentos. ¡No os engaño! era en verdad dura la vida de unos aldeanos, que no notaban la diferencia entre un laborable y un festivo, y si pretendían feriar, eran conscientes de lo que les esperaba: madrugar primero y doblar después el espinazo hasta las tantas. Estoy seguro que ni por asomo se imaginan lo que es subir a Santana lloviendo, con la niebla queriendo traspasarte los huesos, dejar atrás Piedrachonga con el aliento convertido en escarcha, en cuanto osa abandonar tu boca. Arrear las vacas refugiado bajo un simple paraguas –que tapa lo que tapa- con las nubes xarreando si dios tien agua, y el frío nordeste castigándote sin piedad los riñones.

Comenzaré por lo que tengo más a mano –no en vano allí pasé mis primeros años- un pueblo, Prau, con sus caleyas de tierra y su Río casi seco, sus prados floridos, que en verano hervían de saltamontes a la hora de la siesta, y que al llegar la noche se agazapa como temeroso, detrás de la peña Gradura, acurrucado en silencio, debajo de las bombillas y faroles, nublados por un halo de insectos. Un concejo, Teverga, al que siempre llevaré muy dentro, por que de allí proceden mis raíces que me unen con la tierra donde nacieron y murieron los abuelos, delicadas raíces que te sueldan con la forma de hablar de sus habitantes, como piensan, las costumbres, los alimentos, el perfume de la tierra, de sus aldeas, del mismo aire. A tan poca distancia de las casas de los tíos, donde los dos primos eran compañeros de fatigas, a cualquier hora, para jugar a la pelota, a la piesca, o lo que se terciase; al oscurecer bajo el foco del palo de la luz, o el de la puerta de entrada a la casa de los abuelos; haciendo un alto al xuegu, cuando entraba en escena algún sapo, que osaba ponerse de pie y estiraba el pescuezo para tratar de comerse los insectos que se emborrachaban de dar vueltas alrededor de la luz y llegaban a su alcance, hasta cerca del nivel del suelo, y que presto era alejado del lugar, a palazo que te crió.

Los orgullosos habitantes de las calles asfaltadas, nunca tendréis oportunidad de ser cautivados por la magia de los arroyos, por esos reinos de los espejismos, de fantasmas sin cuento; hogar de entes misteriosos, donde en la noche surgen cosas que no existen, donde se oyen ruidos desconocidos, donde de pronto te tiemblan las canillas sin saber por que. Sumidos en la sombra, sin luna que les acompañe, los arroyos imponen; aúllan y braman las torrenteras, cuando las cabalgan las tormentas, cargadas con sus rubias y rizadas melenas de arcilla, mientras el resto del año fluye su hilo de agua silencioso y puede que hasta pérfido y sibilino; por el contrario se muestran sublimes bailando al sol naciente, chapoteando suaves, entre riberas de esbeltas y tiesas varas de avellano.

En otras ocasiones, de los manzanos en flor, mecidos por la brisa, se desprenden remolones copos de nieve, formados por pequeños pétalos, que antes de posarse, planean con gracia en el aire, hasta cubrir la florida y alta hierba de mayo, donde da contraste al blanco y mullido lecho, unos bordes creados por alineados riegos de cientos de diminutas copas de sangre, que la esplendorosa luz de primavera consigue de las amapolas, que se destacan tiesas y orgullosas desde el suelo, creando una colorida y preciosa alfombra mora.

Sentir el sol de julio llegar a raudales al portal del molino y contemplar como arroja su cálida llama sobre un suelo de tierra oscura primero, después de piedra y madera, pasadizo pisoteado por las madreñas de tres generaciones de aldeanos. Los olores del campo llegaban también, emburriados por la brisa ardiente, olores de yerba, de espigas de pan de escanda, de hojas quemadas por el sol de medio día, mientras los saltamontes se desgañitan, con su claro chasquido, que seguramente era imitado por los silbatos de agua que nos vendían a los niños en las ferias…

Es Teverga tierra alta y hermosa, que tan pronto se alza al cielo en sus lomas e imponentes peñas calizas, como se arrodilla y arrastra en el valle. Silba allá el viento entre poblados y orgullosos castañeos y robledales, y riza aquí mientras aletean, las pequeñas y finas hojas de los fresnos. Regada por cientos de caminos reales y senderos, tantos como pies que los buscaban y transitaban a todas horas. Se hunde el sendero entre el follaje, se adentra y baja a las hondonadas, se enloda en las charcas, mientras en los pelados calveros los tuesta un sol inmisericorde. Crecen en las veras de sus caminos –más o menos reales- las zarzas, los miruénganos (fresas salvajes), los arándanos y los olorosos espinos, mientras a su vez los perfuman también –sobre todo al terminar el invierno- las primaveras y los lirios; el álamo gigante -desde sus altas ramas- los contempla, saltar sobre sus raíces, subiendo y bajando a pueblos, brañas y montes.

Y ya metidos en harina seguiré con uno de los especimenes que habitaban aquellos parajes. Ojillos pequeños e inquietos, bajo cejas pobladas; la frente estrecha, las orejas como de vejiga transparente, grandes y caídas –pura oreya yarga- la cara esculpida en madera vieja, la boca pesllada con firmeza; la nariz chata, el pelo tieso y corto. En la voz, en la consistencia del mirar, en el entrecejo fruncido y elevado, aquel hombre daba sensación de gallardía, de haber tenido que permanecer siempre estirado, en todo lo poco que podía dar de sí, desde que un día ya lejano, se decidió a levantarse y comenzar a caminar. Pequeño y fibroso, los brazos nervudos y con venas gruesas y en relieve, las manos con dedos largos, nudosos, duros, cual patas de cangrejo, huesudas y ásperas y cuyas palmas daban la sensación de ser mariechas, de tantos callos como tenían. Analfabeto sí, pero con mucho mundo, no en vano había pasado bastantes años en la Perla del Caribe. Trabajador incansable. Ese era mi abuelo Avelino, habiendo sido al mismo tiempo: minero, ganadero y labrador.

En esta tierra de los abuelos, la mayoría de la xente vivía de trabayar en la mina, que complementaban con algo de ganadería y cuatro cultivos de la tierra –pa ir tirando- Desde hacía la tira de generaciones, pacientes y alegres, tomaban mucha leche, comían cocidos adobados con chorizo sabadiego y carne de gochu, cenaban papas de maíz, y pa celebrar las fiestas o la venta de alguna res en la feria, se facían un homenaxe, fartándose de carne guisada en un chigre de la Plaza y bebiendo buenos caclipaos de vino de pellejo traído de León, aunque después terminaran -bastantes veces- desandando el camín, poco menos que a rastras.

Hago un alto en el camino, para dirigir una rápida excursión al corazón propio, centro de ese mundo interior de los descendientes de buenos aldeanos, normalmente ignorado por los de la ciudad, que viven más de cara a la galería ¡Como me asaltan los recuerdos de mis paseos de muchacho! Me imagino en la tarde, sentado en el sillón de mimbre del abuelo, viendo desde la galería la puesta de sol por Santa Marta, recordando los avatares del pasado, siendo abordado por el recuerdo del olor de la tierra húmeda, mezclado con el perfume de las primaveras, de las que se descuelgan cual perlas cayendo perezosas, las gotas de la rociada; sintiendo el roce de los ramajes en la cara, con el calor del astro rey hundiéndose en el agua del regato y la tibieza húmeda de sus primeros rayos, mientras con el aliento afanado asciendo el bosque de la Melendral, arreando el arrimo al prau de Bobia de una recua de vacas… todo ello me viene a la imaginación como si estuviese ocurriendo ahora, sin tener en cuenta que han pasado más de cincuenta años.

Un mundo perfumado conforma el ameno recuerdo, los objetos están presentes son reales, arriba el desván, cargado de cosas ya inútiles, lo que parecía inservible allí era confinado; benditos muebles amigos, la mayoría de ellos ya desaparecidos, aunque desde la niñez los sigo teniendo presentes, muy cercanos ¡me recuerdan tantas cosas! Alegrías, tristezas, fechas, horas sombrías o dulces; cosillas insignificantes, que en cuanto las descubres en un rincón de la memoria, se tornan en fieles y antiguos testigos ¡de tantas cosas! de facciones semi borradas, de ojos amantes, de bocas y voces perdidas para siempre.

Cuando se terminaba de recoger la yerba, había que comenzar a coyer la espiga, pa después de molido el grano, poder amasar y cocer, el pan de escanda; trabajo que también se hacía en el forno de cada casa. La abuela cocinaba pa un regimiento y se pasaba el tiempo fregando pilas de platos en un balde en la cocina. Al tiempo que cocinaba potadas de ortigas pa los gochos, acudía a echar maíz a las pitas que se entretenían todo el tiempo, picoteando y escarbando con sus patas el polvo de los caminos, en busca de lombrices. Molinera por temporadas, bondadosa, con la puerta abierta a todos los caminantes, y con la mesa puesta para quien picase a su cancela. Estos eran los aldeanos que producían carne y huevos, y que la necesidad los llevaba a vender por unos miserables céntimos, y privarse en muchos casos de comer ellos mismos, aquellos ecológicos, exquisitos y auténticos manjares.

Llegaba la época de dir pal puertu, y había que dormir en Marabio, bajo las estrellas, y arreglarse con la luz que da una palmatoria con una vela prendida encima. ¿Como se les ocurre tachar de folganzanes a los teverganos? Seranlo si acaso los de ahora, pero no los anteriores, por ellos pongo la mano en el fueu. En estas acogedoras tierras no se solía desconfiar de los demás, bastante desgracia tenían con soportar la cruel dictadura fascista, como para andar recelando de tus semejantes. El camín del puertu se encarama a la roca, serpentea, gira, va, vuelve, sin jamás perder de vista la mayoría de un valle lleno de árboles, lleno de arroyos, pleno de vida y frescura, que desciende hacia Entrago, dejando ver en el horizonte a Peña Negra, Peña Chana y Peña Ubiña; que pasa recto bajo las blancas enaguas de recién casada de la Mucheirina, así sube el sendero a Marabio, indiferente y retorcido, acompañado a los lados, no se si por yerba guinea, pero pequeñas margaritas había abondas, escalando el cerro, como mullida alfombra.

Bien a menudo, el sol hervía y hacía retorcerse bajo su fuego, las diminutas hojas de los fresnos que escoltaban el sendero, a su vez el viento calentucio que por Ventana llegaba de las Babias, las hacía temblar. Era asignatura bien aprendida por los lugareños, el manejar con soltura, la guadaña, el pico, el hacha, la pala y la azada. Rozar los prados, arrancar las ortigas y los artos, llevar las vacas al toro o al veterinario para la inseminación artificial. ¿Todavía se atreverán a decirme que los campesinos del pueblo yeran haraganes? Que tan pronto estaban en el pico Calduveiro detrás de una yegua, como traspasaban el alto Santiago buscando una novilla, o bajaban desde el canto del Pládano a la ermita de Santana, en cuatro zancadas. Puede que hasta algún día tuviesen que arrear a una vaca vellada con un xatín detrás, desde el lago la Tambaisna hasta la Plaza, pa venderlo por cuatro cuartos, en la feria de Cuarín, y quedar expuestos a llevar una cornada, de una vaca enfurecida por que le han vendido el xatín.

Xentes que se pasaban metidos a todas horas en el humedal como hongo enterrado en el barrizal. Al terminar el día, les comía la oscuridad, por doquier les aparez un fantasma, mientras la noche grita sin descanso, por boca de los condenados perros. Si tienen un minuto libre se ven forzados a reparar la soga desflecada, componer el aparejo de la mula que está a punto de romperse. Ordeñar a la mañana y a la tarde, curar las heridas de las reses, cebarlas, echarles sal en el pesebre, mullirlas, barrerlas. Soltar a mamar a los xatos. O cuando toca sembrar, trabajar en el maizal, sayando, desyerbando pa que la maleza no se trague los cultivos, quemando los rastrojos, catando cestados de hortigas pa cocer y con ello engordar los gochos, arreglando la empalizada que en mala hora se llevó la crecida del río, estirando la vieja alambrada de púas, tronzando y fendiendo, los troncos secos para usar como leña en el fogón; cuchar la tierra, cargando primero el abono en los esterones que iban encima de la albarda del animal, para descargar después y todo ello repetido durante unos cuantos días seguidos. Coser los esterones, componer las angarillas. Recoger las avellanas, las nueces, las manzanas y las castañas. Y que decir de cerezas, ciruelas y figos que servían pa endulzar el paladar y complementar la dieta, pero hay que recogerlas antes pa poder tenerlas en el plato y en la boca. En el campo se aprovecha todo, si bien es demasiado pesada el hacha, la tela de las camisas es exageradamente recia y seguramente rozaría las delicadas pieles, de los mírame y no retoques, habitantes de la ciudad ¿y esos seres enclenques pretender mirar por encima del hombro a los aldeanos?

Y que decir de la abuela, que echaba de comer a las gallinas, que fabricaba el queso picón, que firía la leche pa sacarle la dorada manteiga, que atendía solícita al abuelo y a toda la familia; y que hacendosa barría a diario la antoxana, que fumeaba el fogón de madrugada y tenía el café colado de la manga antes de las siete y el chocolate bien caliente y espeso. Arrancando las patatas, arreglando el huerto, faciendo las morcillas y las longanizas cuando la matanza. Que con gran maña desgrana el maíz y muele este y la escanda, pa facer boroñas, tortas o pan que golían que escoñaba. Como no había televisión, a medio día bastaba una llamada de la abuela, para que todos sus animalitos de dos patas, se alinearan en la larga mesa reluciente y gastada por su continuado uso, sentados en dos bancos corridos y dispuestos cada uno en su específico lugar.

No te dejes engañar por el aparente andar cansino del aldeano, los días son largos y el trabajo no acaba nunca, aunque para ellos al final la jornada siempre se queda corta. La tregua no existía para el hombre del campo. Al amanecer antes que el sol convirtiese en precarios espejos las fueyas de los castaños, haz cuanta ya que trajinaban ellos. O cuando ya soñoliento los ojos se atreven a buscar el catre, le pesa al hombre doblarse para quitarse los calcetos de lana, diz que está galdiu (cansado) y no es para menos, uno de la ciudad en su lugar estaría poco menos que muerto.

En la nuechi, sobre nosotros la reluciente herradura del cuarto menguante, despierto o durmiendo en el solitario monte, dentro del pachar, entre la yerba o en su defecto en una estrecha cabaña en la que apenas cabe el jergón del catre, con el viento llegando por la techavana y con fuerte olor a estiércol; expuestos a ser colonizados por cachiparros (garrapatas), que suelen pasar a las árgumas –desprendidas de algún animal- y que al rozar en dichos arbustos -que pueblan los senderos- se encaraman presurosos en tus ropas… y que costaba la de dios el arrancarlos de la piel con las uñas, ya que a menudo les quedaba la cabeza clavada, con lo que volvían a reproducirse. Los pequeños ventanucos que dan al exterior, aparecen cargados de telas de araña que remedan filosas cortinas, así como también cuelgan de los techos de las cuadras y ante los que hay que ir agachándote para tratar de esquivar tan livianas telas.

Era un día cualquiera, caía sobre el camín de Marabio el pesado calor de una tarde de verano, y aunque no soplaba brisa alguna, ascendía del suelo un polvillo rubio, arcilloso, opaco, asfixiante y cálido que se pegaba a la húmeda piel, cegaba la vista y hasta te penetraba en los pulmones. La niebla se alzaba como copos de nieve flotando, el ambiente estaba pegajoso, presagiando tormenta. Al poco llegaba ésta con fuerza, viéndonos obligados a soportar aquellas escandalosas tempestades, de rato en rato venía el fogonazo de luz clara, rápida, y resonaba el trueno con que parecía querer reventar el cielo.

Claro que hay marcadas diferencias ¿quién lo duda? entre gentes trabajadoras, sufridas, más o menos conformes con su vida miserable, mal calzados y quizá bastante sucios; y los otros: codiciosos, fatuos, vacíos, innecesarios, retorcidos entre sus lacras morales. Yo siempre defenderé a los primeros, pa los de la ciudad no tengo más que pedorretas.

Recuerdos aldeanos, camín de Marabio.  Por Max.

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