Hace unas noches vi en televisión un caso de unas quintillizas prematuras, y vinieron a mi mente muchos recuerdos de la época en la que estuvimos con mi hijo pequeño Iver en la UCI de neonatos del hospital de Elda. A él le dedico estos recuerdos:
Recuerdo cómo esperaba ansiosa que llegase la ambulancia que te trasladaba desde otro hospital donde habías nacido, pero que no contaba con los recursos adecuados para poder atenderte debido a las complicaciones asociadas a tu prematuridad y a tu 1´300 kg. con el que naciste.
Recuerdo cómo subí por primera vez a la UCI a verte sin zapatos, con el camisón del hospital donde yo también estaba ingresada: dolorida, perdida, sólo deseosa de verte.
Recuerdo cómo la primera vez que te vi, me derrumbé: eras tan frágil, lleno de tubos, con la piel casi transparente, las orejitas pegadas a la cabeza, diminuto, cabías en la mano... Era demasiado para mí...
Recuerdo cómo firmamos un papel en el que autorizábamos a los médicos a tomar las medidas oportunas: estaríamos siempre al corriente, pero si había alguna emergencia (como las hubo) los médicos podían actuar para mantenerte con vida. La médico de guardia nos dijo que tu situación era muy crítica, que había que esperar la evolución, pero que tendrías que luchar para superar muchos obstáculos: no podías respirar, podías tener el ductus abierto, las apneas eran frecuentes, la cafeína era imprescindible,...
Recuerdo que esa noche apenas dormí: me dolía el cuerpo, me dolía el alma... Esperaba que se hicieran las 9 de la mañana para poder volver a verte.
Recuerdo cómo a partir de ahí, las llamadas a las puertas de la UCI del hospital se hicieron seguidas en las horas permitidas. Qué duro era tener que pedir permiso para verte, atravesar esa puerta, armarme con una coraza bien dura, vestirme con la ropa desinfectada y "desinfectarme" para poder tocarte.
Recuerdo cómo el extractor y la nevera se convirtieron en nuestra segunda piel. Necesitaba salvar esa lactancia, esperando que algún día la pudiéramos compartir en directo.
Recuerdo "el rulo" que enrollaba tu cuerpo para que te sintieras más arropado: ¡qué limitada imitación de los brazos maternos!, pero ¡qué necesario en ese momento donde no los podias tener!
Recuerdo ese oso de peluche que dormía conmigo por la noche y te llevaba para que tuvieras en la incubadora y que te llegase mi olor, que te fuese un consuelo, un referente entre tanto cable...
Recuerdo la sonda orogástrica que llevaste casi 7 semanas: cómo ella te hacía llegar mi leche, cómo te la daba yo misma, cómo te hiciste un experto en saber cómo retirártela con la lengua porque te molestaba, cuánto deseé que te la quitaran,...
Recuerdo cómo tu hermano Alejandro me preguntaba que por qué estabas en una cajita y por qué llevabas una cosa en la boca.
Recuerdo cómo cada gramo engordado era una lucha ganada para vencer la batalla final de irnos
pronto para Alcoy y empezar un nuevo camino en ese otro hospital.
Recuerdo los sillones en los que disfrutábamos durante 3 horas seguidas de "piel con piel": qué incómodos eran, pero cómo deseaba que llegara esa hora... Cómo no me movía, te mantenía en mi pecho, mientras la máquina muchas veces pitaba por las apneas y yo te instaba a respirar para que pudiéramos seguir disfrutando. Cómo brotaba la leche de mis pechos durante ese tiempo, a pesar de que no podía darte de mamar, cómo la oxitocina se activaba para su cría.
Recuerdo las miradas a través de cristales, que deseaba se evaporasen y pudiera estar a tu lado. Los cristales de la incubadora, los cristales de la UCI, los cristales de los relojes que me hacían esperar para verte,...
Recuerdo cómo tu padre se convirtió en mi resguardo, mi apoyo, mi compañero,... ¡Qué gran padre!
Recuerdos, tantos recuerdos...