El terremoto de Managua (23 de diciembre de 1972), el terremoto de Carazo (6 de marzo de 1974), aunque de este último casi no hay recuerdos escritos. Yo tenía entre siete y nueve años entre ambos sismos. Contaré después lo qué paso en esos años de temblores.
Por el momento ya ha pasado ese tiempo de sismos, y estoy (estamos, mis hermanos, mis primas) en un patio grande, con cerco de plantas de color y cuajayotes, pero abierto a la calle. Mi abuelo está afilando un machete porque va a recortar el cerco, en el que, por cierto, había una especie de tobogán con un aire de pasaje secreto que bajaba a la calle empinada de la Pila Grande. Mi abuelo afila el machete y estoy observándolo profundamente. El sombrero viejo (no un sombrero de vestir, sino, más bien, de obrero agrícola), la escasa barba de varios días, algo áspera, su concentración al levantar la cabeza. En eso un pájaro caga el machete del abuelo. Dijo: carajo o carajito, o algo así? Media mañana, había dalias en el patio. Un excusado con gradas. Sombra tenue en partes del patio. Yo seguía observando. Tal vez a mi abuelo le gustaba que lo observara aunque no le dijera nada.
Hace un año quizá—vivíamos en otra casa—mi abuelo me explicó los rudimentos para resolver crucigramas. Era que yo lo observaba, cuando estaba sobrio y bañado y afeitado, tomar un lápiz diminuto, cruzar las piernas y ponerse a resolver el crucigrama. Él me explicó: horizontales, verticales, conceptos. Yo comprendí. Debe ser 1972 porque ya sé leer. También me explicó en qué consistía el malespín. Un juego lingüístico que había estado de moda en el país hacía varios años. Se permutaban varias letras (a por e, i por o, b por t) y se codificaban las palabras. De ahí viene el tuani que se usa todavía en Nicaragua (por bueno). Mi abuelo está ahí para señalarme los pasajes secretos del idioma.
Pero ese año de 1974 mi abuelo se enfermó. La última vez que lo vi, en un rincón de la casita de madera de mi bisabuela (su suegra), estaba envuelto con una frazada y temblaba por la fiebre. No me acerqué porque no quería observar a mi abuelo así (era el abuelo afeitado de los crucigramas). Y recordaba su expresión bajo el sol, bajo el sombrero, cuando pasaba el pájaro. El machete afilado. Mi hermano César era más valiente y sí fue a ver y saludar a mi abuelo. Yo solo escuchaba lo que contaban mis tías y mi madre. Delirium tremens o fiebres. Para peor ese año yo había prometido de manera solemne no faltar ni un solo día a clases.
Con el sismo de 1974 la Escuela General de San Martín sufrió daños severos, se cayó el techo, colapsaron quizá algunas paredes. El edificio no se podía seguir usando. Yo tenía tres amigos. Dos católicos y uno evangélico. A veces se peleaban porque Santiago (el santo del pueblo) no era en realidad otra cosa que un ídolo y cosas así. Yo por mi parte no pertenecía todavía a la teología de la liberación, pero era como que ya perteneciera (esto por la influencia de mi padre). Mi amigo evangélico me había amparado en segundo grado cuando me sentaba en las bancas de atrás (“los niños del último banco” decía Lorca) y había un compañero que me atormentaba. Pero la maestra me cambió de lugar, e hizo que mi compañero fuera, y en primera fila, mi amigo evangélico. Nos llevábamos bien. Y en tercer grado éramos cuatro amigos. Pero cuando entramos a cuarto grado, en 1974, vino el sismo que arrasó con la Escuela. Y tuvimos que asistir en turno vespertino a la Escuela Anexa, que tenía un mejor edificio y tiraba el aire de clase media. Así que yo salía de la casa a la una y media (en cuanto terminaba el cuento de Pancho Madrigal en Radio Corporación) y caminaba por la carretera hasta la Escuela Anexa. Y me gustaba tanto estar en la Escuela (ya fuera la vieja escuela que se dañó con el sismo o esta otra de aire más acomodado y en la que éramos alumnos allegados) que ese año de 1974, en cuarto grado, prometí no faltar ni un solo día. Esto hasta la tarde en que mi abuelo (era octubre) sufría su agonía y me devolví de la entrada de la Escuela. Único día de ausencia.