Encontré dos entradas del cine, se habían borrado las letras porque ya ni la tinta permanece. Hallé también un olor muy dulce y tierno en aquel bolsillo. Cuando saqué la mano se evaporó y quise perseguirlo con mi nariz, pero tardé más de lo necesario y voló. Se esfumó.
Había también un palillo de madera y una servilleta: lastres de un cóctel, de una fiesta con canapés, de la inauguración de una exposición o de una entrega de premios. Pero ahí, en el bolsillo de esa chaqueta no había cuadros, ni confeti, ni ningún premio. Sólo una toallita usada y seca y un palillo mordisqueado. Y las entradas del cine, que no recordaba ni a qué película correspondían ni con quién las había compartido.
Saqué aquellas cosas y las puse sobre la mesa. Las miré detenidamente. Y acto seguido lo tiré todo al cubo de la basura. No separé nada para reciclar. Una vez hecho esto, metí de nuevo la mano en el bolsillo, profundo, oscuro y suave, forrado de una tela leve, y pensé cuántos nuevos recuerdos podría almacenar a partir de ahora, en ese nuevo espacio vacío. Para, algún día, en el futuro, sacarlos y no recordarlos.